CRíTICA cine
«Las horas del verano»
Mikel INSAUSTI
He de reconocer que hasta la fecha no le había prestado al director Olivier Assayas la atención que seguramente se merecía, pero siempre hay una película que te hace conectar con un autor cuyas realizaciones anteriores se te resistían. Después de ver la magistral «Las horas del verano» prometo seguirle con mayor interés y dedicación, porque en esta película alcanza un grado de lucidez admirable a la hora de enjuiciar el estado actual de la cultura, que no es precisamente alentador.
Pero no se rasga las vestiduras, sino que mantiene una objetividad encomiable y al alcance de muy pocos. Me gustaría haberle podido seguir en su sentido de la ecuanimidad; sin embargo, debo tener muchos más prejuicios que el cineasta, a tenor de lo mal que me han caído muchos de los personajes, desde el distanciamiento generacional que me aparta de ellos y me imposibilita llegar a entenderlos.
Tengo la sensación de que Assayas se identifica con la figura matriarcal de la abuela, que es la más sabia y plena de todos cuantos aparecen en la gran pantalla. Ella es totalmente consciente de lo que pasará cuando muera, por eso sus vaticinios se cumplen uno por uno. El amor que siente por la obra artística del familiar que le hizo depositaria de toda su colección no le ciega, pues es consciente de que sus herederos no van a conservar ese legado de tan incalculable valor. Pese a ello no guarda rencor a sus hijos, y mucho menos a sus nietos, aún a sabiendas de que se van a desprender de los bienes guardados como tesoros desde el siglo XIX. Es una perspectiva serena y resignada, que liga el disfrute del arte vivo a tiempos pasados, tal como ocurre con la propia naturaleza. La criada aprecia mejor los objetos de la casa que los propios familiares, al permanecer fiel a la filosofía de que un jarrón sin flores carece de vida y está destinado a acabar en manos de un coleccionista o en las vitrinas de algún museo.
De forma asombrosa, Assayas consigue no decantarse a favor de ninguno de los tres hijos porque los conceptúa en función de las diferentes edades y sensibilidades, cuando lo más fácil sería ponerse de parte del mayor, que es el único que siente apego por la casa familiar y sus enseres. Los otros dos hermanos no parecen participar del mismo vínculo sentimental, y firman la venta de todos los bienes con una frialdad absoluta, acorde con su visión práctica y nada romántica de la existencia.
El menor, por ejemplo, se ha trasladado a vivir a Pekín desde donde realiza operaciones comerciales, mientras que veranea en Bali y manda a sus hijos a estudiar a los Estados Unidos. Es un producto de la globalización y es víctima de ella, por lo que no se le puede pedir fidelidad a sus raíces culturales y a la idea localista del terruño. Assayas no se pone trascendental y certifica la muerte del arte sin espectáculos fúnebres ni grandilocuencias, si bien se intuye que la huella de la pintura impresionista es algo indeleble que permanece unido a instantes que surgen de algo tan cierto como la salida o la puesta del sol.
Y el naturalismo poético de Renoir surge, inesperadamente, al final de «Las horas del verano». Antes de la definitiva venta de la casa-museo, todos los nietos aprovechan para hacer una gran fiesta junto a todos sus amigos, que resulta ser lo que aquí los jóvenes denominan un botellón. En medio de una actividad tan vacía de cualquier contenido creativo nacen, no obstante, reflejos del placer de las tardes de campo a orillas del río, con los juegos de las parejas entre la hierba y sus carreras acaloradas, dentro de un cuadro intemporal.
T.O.: `L'heure d'été'.
Dirección: Olivier Assayas.
Guión: Olivier Assayas y Clémentine Schaeffer.
Intérpretes: Charles Berling, Juliette Binoche, Jérémie Renier.
País: Estado francés, 2008.
Duración: 102 minutos.