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Julen Arzuaga Giza Eskubideen Behatokia

Un «lifting» ante la ONU

Coincidiendo con el Día Internacional de los Derechos Humanos, el jurista Julen Arzuaga denuncia en este artículo la postura oficial española en relación a los derechos humanos y a las instituciones internacionales encargadas de velar por los mismos. La posición del Estado español es significativa, toda vez que opta «por el maquillaje, la ocultación para que, bajo unas manos de pintura, todo siga igual». El Plan Nacional de Derechos Humanos -cuya publicación estaba prevista para estas fechas- es una prueba más de esa postura obstruccionista ante la evidencia.

El Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas se encuentra en el Palacio Wilson en Ginebra. Al entrar saludas a Yves, de guardia en el puesto de seguridad, que responde amablemente. Hace un tiempo, se fijó en nuestras credenciales para registrarnos y nos sorprendió con un «je suis aussi Basque... de Bayonne». Añadió además, tras un suspiro, «la situation des droits humains en Espagne est mauvaise», imaginándose el porqué de nuestra visita al edificio. Cierto, la situación es mala.

Entonces enfilas el palacio y tras ascender un corto tramo de escaleras llegas a un espacioso vestíbulo. Allí, a la izquierda, una placa dorada homenajea a seis miembros del Alto Comisionado de Naciones Unidas, muertos mientras desempeñaban una misión humanitaria en Sudán. Seis nombres en fría chapa. A la derecha del vestíbulo, justo enfrente de la primera, hay otra placa algo mayor que reza «Su majestad el rey Don Juan Carlos de Borbón y la reina Sofía visitaron el Alto Comisionado el día tal y tal...». La comparación de los motivos para dedicar una placa es una ofensa a la inteligencia y a la propia memoria de quienes murieron bajo la bandera de dicha institución. No puedo imaginar los favores que se prometerían para permitir semejante placa, comparativamente insultante, que nos retrotrae a otros tiempos y otros regímenes.

Ha saltado recientemente a la opinión pública una polémica referida a una obra firmada por el artista M. Barceló que decora la Sala XX del Palacio de las Naciones. Podrían cambiar el nombre de la sala y designarla como Sala XXL atendiendo al tamaño del desembolso económico que ha hecho el estado español, o si se prefiere Sala XXX por lo obsceno de la operación. No me referiré, al artista ni a su obra, ni siquiera apuntaré el escándalo de la alta suma de dinero, de su procedencia, ni en qué se podía haber empleado este. Quiero sondear los motivos que mueven a la colocación de placas conmemorativas de pleitesía feudal o a impulsar obras de arte faraónicas, sin duda porque con ellas se pretende tapar las grietas que la acción de vulneración de los derechos humanos del Reino de España produce en el sistema de Naciones Unidas. Y es que no hay duda de que, con esta operación, se han pagado un lifting epidérmico, superficial, para contrarrestar sin cambiar nada la crítica que habitualmente el Estado español cosecha por parte de esta institución. Se prefiere desviar la atención ante las peticiones de que se adopten medidas en referencia a la tortura, a la libertad de expresión, a la interpretación extensiva del término terrorismo... Se opta por el maquillaje, la ocultación para que, bajo unas manos de pintura, todo siga igual.

Precisamente, el anterior Relator Contra la Tortura del sistema al que nos referimos, Theo van Boven, conocido por su visita al Estado español en octubre de 2003 y sus incisivas recomendaciones, comparaba en conferencia pública la actitud de los españoles con la de las autoridades de la dictadura argentina de Videla, «no por la gravedad de los hechos -aclaraba- sino por el empecinamiento en negar una realidad evidente». Recientemente Sir Nigel Rodley, experto del Comité de Derechos Humanos nos decía en una reunión con organizaciones sociales previa al análisis referente al Estado español: «no me tienen que convencer de la existencia de la tortura en España, simplemente denme datos en los que basar mis intervenciones». Intervenciones afiladas, por cierto: «¿Por qué dan tantos rodeos en vez de hacer lo que se les recomienda?». Cierto, las autoridades han preferido desacreditar a los relatores, ocultar sus reflexiones, esconder sus recomendaciones bajo varias capas de yeso, antes que enfrentarlas y darles respuesta positiva.

Algunas organizaciones de derechos humanos del Estado español acaban de recibir una comunicación de Vicepresidencia del Gobierno por la que se les presenta un borrador de un Plan Nacional de Derechos Humanos. Ya había sido requerido por varias instancias internacionales que el Estado español ponga negro sobre blanco sus prioridades en materia de derechos y libertades. El contraste ofrecido a ciertas organizaciones -entre las cuales, por supuesto, no se encuentra ninguna del ámbito de Euskal Herria ni aquellas del ámbito estatal que tienen contacto directo con las víctimas- ha llegado sin tiempo real para que sus opiniones puedan ser tenidas en cuenta, ya que el Plan se pretende hacer público antes de que termine el año. Poco margen y poco interés por lo que opinen las ONG, lo cual muestra así que la voluntad real del Estado no busca la cooperación de la sociedad civil en materia de derechos humanos, sino que busca únicamente evitar por milímetros que se le reproche esa falta de transparencia y apertura... Otra operación, pues, de mera cosmética.

Yen cuanto al contenido del Plan, llama la atención que se dedique la gran mayoría del texto a presentar cómo se pretende desarrollar la lucha antiterrorista. No para decir que será respetuosa con los derechos humanos, como demandan los organismos internacionales, sino porque consideran que es precisamente el terrorismo la mayor de las violaciones de derechos humanos. Se invierten los papeles, se relega la responsabilidad al otro, se derivan a otros grupos o individuales las responsabilidades adoptadas por el Estado con la firma de innumerables pactos y tratados, se prefiere echar balones fuera, tal vez esperando que el arbitro pite y se termine el partido. Se convierte el Plan de Derechos Humanos en la cobertura a la represión penal del enemigo, se profundiza en ese cajón de sastre en el que cabe todo, en el que se justifica todo por la emergencia antiterrorista, incluso la vulneración de los derechos y libertades más básicos que los organismos internacionales denuncian. Cierto, deben de estar apurados por la constante y creciente crítica, ya que se ven obligados a anunciar ciertas medidas para la prevención de la tortura -sin reconocer su existencia-, aquellas que aparecían en el denominado «protocolo Garzón» y que no son puestas en práctica ni por su propio creador. Algunos apologistas gubernamentales de «El País» ya habían iniciado una labor de zapa para allanar el camino, reclamando medidas concretas apelando, siquiera, a la vergüenza que da la continua acusación. Bien, estamos pendientes de avances en este ámbito, siempre y cuando enfoquen hacia la resolución real del problema -la existencia del régimen de incomunicación- en vez de encararlo, como estamos acostumbrados, con evasivas, con otra capa de brillantina.

Mientras tanto, seguiremos creyendo que se prefiere la colocación de placas serviles, la financiación de obras majestuosas, la elaboración de planes vacíos... que no dejan de ser la mortaja que oculta la vulneración de derechos humanos, un lifting que tapa las miserias en vez de resolverlas. Miserias que en Naciones Unidas ya no pasan desapercibidas ni para Yves, el guardia de seguridad del Palacio Wilson.

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