Atenor de los suculentos ingresos obtenidos en taquilla, mucho nos tememos que esta primera adaptación del best seller escrito por Stephenie Meller dará inicio a una longeva franquicia comercial que ponga de manifiesto la nula creatividad de una industria que ha encontrado en esta plúmbea crónica vampírica su nueva gallina de los huevos de oro. Visto el resultado cinematográfico -desconozco el original literario de Meller- nos encontramos ante un producto elaborado en los laboratorios de Hollywood, que tiene como ingredientes principales un modelo de rebeldía juvenil que haría palidecer al mismísimo Nicholas Ray de «Rebelde sin causa» -todo un clásico que, por mucho que pase el tiempo, demuestra un vigor y una saludable crítica a la sociedad adulta que en esta oferta novedosa jamás se intuye- , el siempre referencial drama de Shakespeare «Romeo y Julieta» y, finalmente, el relamido encanto seductor de unos bellos efebos con colmillos.

Perfectamente identificable dentro de un modelo de conducta adolescente adocenado y conservador, «Crepúsculo» insiste en la manida fórmula del amor imposible que, en esta oportunidad, comparten una humana y un chico vampiro que en todo momento muestra su amargura inmortal. La cineasta Catherine Hardwicke no se ha rebanado excesivamente los sesos a la hora de poner en funcionamiento esta pasarela de diseño por la que gravitan seres inmortales que heredaron la cursilería y el exceso oriental de «Drácula», de Coppola, y «Entrevista con un vampiro», de Jordan, y ha apostado por un encadenado de secuencias que parecen extraídas de videoclips y un ritmo atropellado, donde se confunde el frenesí con un acelerón hormonal. En el apartado interpretativo, las cosas tampoco funcionan y es el tremebundo Robert Pattison quien más pone de manifiesto su torpeza dando vida a un vampiro romántico que a más de uno nos gustaría ver a manos del cínico cazador de chupasangres que James Woods compuso para «Vampiros de John Carpenter».