Uno no es de donde nace sino de donde hace el bachiller». Lo decía Max Aub. Y no le faltaría razón, aunque eso en nuestro pueblo significaría reconocer que la patria de muchos de los nuestros fue un internado. Franciscanos, sacramentinos, paulinistas, carmelitas, claretianos, benedictinos, etcétera. Serían los grupos que cubrirían los orígenes identitarios de los que nos gobiernan y los que detentan hacerlo en un futuro muy inmediato.

Yo hice el bachiller en el mismo pueblo en el que nací. Pero la casa era carmelita, queridos amigos. Así que yo soy carmelita. Los que nacen en Sevilla, por ejemplo, y hacen el bachiller con las carmelitas, son carmensevillistas. Hay frases gloriosas y la de Aub es una de ellas. Como el chiste de los gitanos en el que el profesor pregunta a un niño de la etnia la tabla del seis: «seis por una es seis...y así sucesivamente». Pues claro que sí señores. Todo es sucesivamente igual a sí mismo y se multiplica hasta el infinito.

La televisión sigue unas pautas de conducta muchísimo más cómodas que las nuestras. Si algo funciona lo explota sin dormirse en los laureles. Y lo repite como en el efecto de las cajas chinas, las muñecas rusas y los espejos enfrentados. Hablando de los espejos enfrentados, cada cual disfruta de los datos de audiencia que más le benefician frente a los otros. El infierno son los demás, tal y como también dejó claro otro escritor francés. Estamos asistiendo a los partos más difíciles en las televisiones públicas y privadas. Presupuestos que no coinciden, estadísticas que mienten y, en esta etapa crítica de apretarse el cinturón, cadenas que expulsarán a sus obreros especializados como si de una chimenea se tratara.

Dudo que desaparezcan las televisiones, pero tengo muy claro que no debería nacer ninguna más. Ninguna más señores. Asistiremos a partos naturales y no tanto. Pero defiendo el aborto muy convencidamente y agradecería que algunos interrumpieran su embarazo para evitar un embarazoso nacimiento.