La demanda acabará en risas y tú te irás libre de cargos». Estoy segura que si el EUSTAT y el CIES hicieran una profunda encuesta para saber de quién es la frasecilla entrecomillada la inmensa mayoría apuntaría su autoría a gentecilla como Marcos García Montes, Ana Obregón, Mila Ximenez,y/o Violeta Santander. O -más largo se lo voy a fiar- incluso a Joan Tarda o a Carla Bruni amén de una recua de seres televisables a los que cabría esta sentencia como argolla al cuello. Sin embargo hay que leer mucha literatura actual para saber que la mentó nada más ni nada menos que Horacio en su día y su Apulia natal. Todo está dicho, nada se puede ya inventar y sin embargo nos empeñamos en recrearnos con lo anteriormente creado fingiéndonos autores de nuestra propia historia como si el tiempo no deviniera en vano. Como no tengo hijos no acostumbro a ver Supernanny. La semana pasada no pasé por alto su emisión y me quedé un buen rato a la espera de los efectos de la superniñera. Una pareja con tres hijos de entre 9, 5 y 4 años habían consentido que el pequeño de ellos se convirtiera, no en el rey, sino en el tirano de la casa y todo se hiciera a su imagen y semejanza. Sus rabietas eran épicas. Se alimentaba de gusanitos y smarties. Y a la madre esto le parecía aparente y verdaderamente normal. Sus hermanos le temían (estaban realmente hartos de él) mientras que los padres daban la espalda a un comportamiento animal e instintivo que ni controlaban ni corregían en un desánimo entre el desconocimiento y la vaguedad.

Hete aquí que llega la Supernanny, afea el comportamiento de los padres, castiga al niño con un rigor basado en su tono de voz, premia y castiga sus actitudes trufadas de aplauso y aislamiento y éste se convierte al conductismo más obediente en un cuarto de hora de emisión. Estoy casi segura que así ocurrió pues es improbable que un niño a esa tempranísima edad pudiera actuar o fingir no siendo Shirley Temple. Pero me gustaría ver descartes de Supernanny cuando la superwoman no puede domar a esos menores irredentos.