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Raimundo Fitero

Estadísticas

En algún medio de comunicación aseguraban que existía una entre dieciséis millones y medio de posibilidades de ser agraciado con el premio gordo de la lotería. Aún así, unos cuantos millones de indulgentes hemos seguido comprando por el qué dirán, por si acaso o porque es un rito. Y ahora, cuando escribo estas líneas, llevo cuatro horas escuchando la misma cantinela, viendo las mismas reacciones y aumentando mi escepticismo sobre el género humano, especialmente en época navideña.

Si al menos me hubiera tocado una pedrea, mi visión del asunto sería bien diferente, pero acumulando decepciones hasta la ruina final, uno no puede entender cómo si pasa casi todos los días de labor por un lugar al que le ha tocado un cuarto premio íntegro, no tenga uno ni una participación menor. O cómo es posible que en Soria caigan dos premios de los grandes a la vez. La suerte debe ser un virus, una bacteria, una infección o un estado de ánimo que se adquiere sin apenas voluntad. Me refiero a la buena suerte, porque la mala suerte parece ser un designio sobrenatural. La buena suerte se puede trabajar, pero la mala viene sin enterarnos y sin llamarla.

Por lo tanto superamos la prueba, hemos cumplido con nuestro articulito de la lotería anual, seguiremos atentos a la pantalla para ver si han variado los gustos en la elección de las marcas de cava, escucharemos las mismas respuestas: «para tapar agujeros», por lo que uno sobreentiende que les ha tocado mucho corcho, y supuraremos las heridas dejadas por la parada técnica y vacacional de la actividad futbolística, algo que supone a la vez un descanso y una angustia, porque nos quedamos desamparados ante los compromisos laborales, familiares y de amistad y con una programación televisiva realmente capaz de decapar cualquier intención de acercamiento. Hagan un ejercicio de expiación: miren los títulos de las películas que proponen los entes y cadenas, vean la cantidad de festivalitos, la cantidad de horas planteadas para atontar a los niños y niñas, los insufribles programas familiares, los discursos, y verán como estamos ante una revolución posible: apagar la tele y romper las estadísticas.

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