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CRÓNICA El drama Palestino

Una fugaz visita al primer campo de refugiados palestinos en Cisjordania

El campo de Balata, un kilómetro cuadrado de estrechas callejuelas, alberga a 25.000 palestinos hacinados. Primer campo de refugiados en Cisjordania tras la Naqba (expulsión de los palestinos de su tierra por Israel), este microcosmos revela en toda su crudeza el drama palestino. Un drama que va más allá de la crítica situación en Gaza.

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Pedro GAZTAÑETA

Naplusa, una de las ciudades más importantes del territorio palestino en Cisjordania, alberga cuatro campos de refugiados: Balata, Ayr, Askar y Nuevo Askar. Los tres primeros están bajo el control de las Naciones Unidas, mientras que Nuevo Askar, depende de organizaciones no gubernamentales y de ayudas particulares.

Balata fue el primer campo de refugiados de Cisjordania a raíz de la creación del Estado de Israel. En 1948 muchos palestinos se refugiaron en Naplusa, con la esperanza de regresar a sus hogares lo antes posible.

Han transcurrido sesenta años y tres generaciones de palestinos continúan en Balata. En un kilómetro cuadrado, extensión del campo, malviven 25.000 personas.

Hace frío en Balata. Y llueve. Los habitantes se protegen detrás de los muros de sus casas. Es como estar paseando por una ciudad medieval, las calles son estrechas, escasamente miden medio metro, por lo que el acceso de los coches es imposible.

Esta peculiar distribución del espacio es producto del pasado, de 1948, cuando miles de palestinos en busca de una tierra donde refugiarse acudieron a Naplusa y plantaron, no exentos de dificultades, las tiendas de campaña.

En cada tienda vivía una familia, cuenta Mahmud Subuh, director del centro cultural del campo. En 1960 se permitió a los refugiados cambiar las tiendas de campaña por casas de una habitación. Estas casas se edificaron siguiendo la estructura que tenía el campo con las tiendas, por esta razón las calles se asemejan más a las construcciones del medievo que a cualquier edificación del siglo XX.

Un paseo a través de las callejuelas de Balata muestra que los refugiados palestinos comenzaron a ampliar sus casas construyendo habitaciones sobre habitaciones, porque hablar de pisos sería un eufemismo.

El terreno es el mismo, dice el director del centro cultural del campo de refugiados, pero el número de habitantes ha ido en aumento. «En 1952 la población ascendía a 5.000 personas. En la actualidad somos 25.000».

«La vida en un espacio tan reducido crea numerosas dificultades. Estoy hablando de una convivencia donde entre trece o catorce personas deben de compartir el mismo techo y esto origina numerosos problemas», constata. Subuh destaca la falta de privacidad: «Aquí todos saben de todos».

Unos 2.000 niños acuden diariamente a las escuelas del campo. Un maestro tiene como mínimo cincuenta alumnos en cada clase. «Los jóvenes necesitan ayuda y se la damos en el centro», añade el responsable del mismo.

Hay multitud de enfermedades por las condiciones de vida. Las calles son estrechas, el sol no penetra y esto produce enfermedades relacionadas con la carencia de vitaminas.

«Hay personas jóvenes con problemas de vista, con ceguera y enfermedades de la piel. Todo ello es producto de la oscuridad», añade.

Además de estos problemas- añade Subuh- están los sicológicos. En la segunda Intifada las tropas israelíes penetraban durante la noche en el campo.

«Colocaban una carga explosiva en la puerta y luego continuaban avanzando a través de las casas, era más seguro para los soldados que caminar por las calles, por temor a una emboscada», prosigue el director del centro cultural.

«Estas acciones armadas fueron contempladas por niños, quienes veían morir a sus padres, hermanos y sus casas eran destruidas», recuerda.

«Por eso, Balata es considerado, por los israelíes, como uno de los campos más conflictivos y donde se fraguan los futuros terroristas. Si hablamos en términos palestinos, se puede emplear la palabra héroes, mártires», cuenta Subuh.

Para confirmar sus palabras nos hace caminar entre un laberinto de pequeñas y silenciosas calles, pero la presencia foránea ya debe ser conocida por algunos de los habitantes, porque nuestros pasos son seguidos a través de las ventanas.

Alguien nos abre una puerta y nos invita a pasar. En una habitación hay un sofá y sobre éste un cartel, enmarcado, de grandes dimensiones donde figuran tres fotos de un joven: una de mayor tamaño en el centro, y otras dos de dimensiones más reducidas a los lados. Las tres instantáneas están rodeadas de dibujos florales y la bandera palestina.

La mujer que nos permite el acceso a su casa dice que el joven de la fotografía es su hermano a quien dispararon un cohete cuando iba en el coche: mártir para los palestinos, «terrorista» para Israel.

Mientras siga existiendo, Balata será sinónimo de hacinamiento y muerte. Pero con la vida abriéndose paso y buscando la luz entre sus angostas callejuelas.

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