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La oficialidad, una demanda que va de abajo a arriba, para una selección y para un país

Un amplio tropel multicolor -de diferentes ideologías, de diferentes edades, de diferentes equipos- realizó ayer en las calles de Bilbo una de las manifestaciones más masivas, novedosas e ilusionantes de los últimos tiempos. Ilusionante porque en una época en la que se echan en falta iniciativas que partan de la sociedad, unos «agentes civiles», los jugadores de fútbol, han desmentido tópicos sobre sus niveles de compromiso y se han puesto a la cabeza de una reivindicación en la que, como se vio ayer, no estaban solos.

Se equivocan de plano en el análisis los partidos que, desde el PNV hasta el PP, han acusado a estos futbolistas y deportistas de actuar movidos por la izquierda abertzale (un sector al que, paradójica y ridículamente, en paralelo intentar invisibilizar a nivel social y anular a nivel político). Es justo al revés. La raíz del compromiso de los futbolistas con la oficialidad no parte de arriba, sino que viene desde abajo, desde la calle, y por si hubiera alguna duda el apoyo a la manifestación de ayer en Bilbo lo demuestra. Los jugadores han demostrado que están más cerca del «público» que las cúpulas de los partidos citados, cuya desconexión con las demandas populares queda en evidencia absoluta.

Resulta absurdo atribuir a estos deportistas un papel de agitadores políticos que nunca han pretendido y en el que seguramente se sentirán incómodos. La disyuntiva en la que se encontraban es entendible para cualquiera, incluso desde una perspectiva de mero interés personal: ¿Por qué conformarse con una seudopachanga navideña si es posible representar al país en una competición oficial de igual a igual con el resto de naciones? ¿Por qué quedarse con un Euskadi-Irán amistoso cuando es factible llegar a un Euskal Herria-Inglaterra o un Euskal Herria-Brasil oficial? ¿Por qué seguir conformándose con aguantar un pírrico 0-0 cuando está todo por ganar?

¿La última nación sin estado de Europa?

Extrapolando la cuestión deportiva al terreno político, lo cierto es que quienes ayer se manifestaron en Bilbo no sólo reclaman la oficialidad para un equipo de fútbol, sino también para un país que, como el once de la camiseta verde, también tiene todo por ganar. 2008 se despide, y con él se acerca el final de una década en el que no ha habido avances hacia el reconocimiento de Euskal Herria pese a las variantes tácticas utilizadas.

Haciendo un símil futbolístico, el proceso de negociación liderado por la izquierda abertzale creó la oportunidad más seria del partido, pero faltó concretar el remate. Por el ala derecha del campo, en esta década también ha habido escarceos como el nuevo Estatuto o el proyecto de consulta, pero no han puesto en aprietos a la defensa rival pese a que las televisiones nos hayan repetido las jugadas una y otra vez, hasta la saciedad.

En cualquier caso, todo ello sí ha permitido concluir que es el contrario quien está a la defensiva, y que se puede lograr el gol definitivo. Para ello hace falta probablemente repensar estrategias y tácticas.

Equipos con menos garra, menos presupuesto y menos afición que el vasco, como el escocés o el groenlandés, han encauzado sus propios encuentros en este mismo periodo de tiempo. Ciertamente, en estos dos casos los equipos adversarios no han recurrido a las marrullerías empleadas por el español y el francés, que cada vez aparecen más cargados de tarjetas ante los ojos de cualquier público medianamente imparcial.

Pero el juego sucio no puede ser excusa para echarse atrás ni motivo para no meter la pierna. Resultaría incomprensible que una nación como Euskal Herria, con su lengua y una idiosincracia que la convierten en la más antigua de Europa, sea la última en llegar a la meta de la oficialidad.

Gaza, crónica de una masacre anunciada

Miles de kilómetros al este de nuestro país, el drama incesante de Palestina volvía ayer a conmocionar al mundo entero. En su caso, denunciar la falta de reconocimiento internacional a su nación se queda muy corto. Más bien, lo que está oficializado en la esfera mundial es el aval a la masacre sistemática de una población totalmente indefensa. Una masacre frente a la que las meras condenas dialécticas de la comunidad internacional quedan como impúdicas lágrimas de cocodrilo.

La operación en Gaza, aun inconclusa según la declaración del Gobierno israelí, ha venido a ser la crónica de una masacre anunciada. Todo el mundo había escrito estos días que se preparaba una escabechina. Y nadie ha hecho nada por impedirlo. Una vez más, de Israel sólo ha sorprendido el grado de brutalidad empleado.

La matanza aérea supone una apelación para todas las partes, comenzando por el ejército autor de una masacre que en ningún caso podrá camuflar con el habitual adjetivo de «quirúrgica». Es también un doloroso test para medir la respuesta de una Palestina desgastada en luchas internas. En tercer lugar, pone a prueba a la nueva administración de Washington: Obama se encuentra sobre la mesa del Despacho Oval una perenne «patata caliente» que la gestión de su antecesores sólo ha terminado de pudrir. E interpela, por último, a entes multilaterales como la ONU y la Unión Europea que no pueden seguir mirando para otro lado un minuto más.

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