Pablo Antoñana Escritor
Navidad
Si la época navideña exacerba los buenos sentimientos, también evidencia como ningún otro evento la incoherencia entre esos buenos sentimientos y la realidad en la que vivimos. Y es que la contradicción entre lo que se predica y lo que se hace resulta aún más notoria en estas fechas. Una contradicción que, como es habitual en él, expresa con dosis iguales de belleza plástica y de crudeza sociológica el escritor navarro Pablo Antoñana.
Otra vez y ya se cuentan por miles las repeticiones de la celebración, deseándose la Pascua, y la gente se da la mano, con cordialidad fingida, y se encienden luces en los escaparates, y las calles se iluminan con bombillas de colores, y el bobo gordinflón de Papá Noel, inventado por la casa Coca-Cola, tanto la vestimenta como el color, por los años 30 del siglo que pasó -¡ay que viejos somos!-, pasa a ser «vieja tradición» (sic).
Da lo mismo. Un protocolo de gestos, frívola liturgia para esa noche en que los romanos celebraban la fiesta del Invicto Sol, y que por el siglo III, dicen, se hizo coincidir con el día del nacimiento de Jesús en el portal de Belén, que vino a redimirnos del pecado original. De golpe fueron desalojados de sus particulares cielos los numerosos dioses romanos, y el mundo mitológico de los griegos, y los otros muchos que se escondían pudorosos en los huecos podridos de los árboles, en las orillas de los ríos, en las nieves perpetuas de las montañas. Sólo un Dios, que luego tendrían tres versiones distintas: uno, el Javeh judaico, poderoso protector de los pulidores de diamantes de Ámsterdam, de las altas finanzas, de los estudios de Hollywood, y del Ejército exterminador de Israel; otro que le llaman Alá, Dios de gente de ilustre prosapia, hoy menesterosa y derrotada, pero piadosa, fiel, creyente, digna de ser admirada; y el Dios a secas, el de los cristianos, fulminador.
Pero en realidad, en la práctica, y a los textos bíblicos acudo, sólo hubo un Dios de verdad: el dinero. Es la explicación única que tiene las guerras de agresión y de conquista, expansión económica con el fondo de la religión como excusa, y de que está hecha el grosor y la menudencia de la historia del hombre sobre la tierra. Ya está escrita en los libros y pedestre sería recordar a Gengis Kan, o a Bush II, último gran emperador dominando el mapamundi como no conocieron los tiempos, y los intermedios de guerras crueles y sangrientas, las de los cien años, las de las cruzadas, la noche de San Valentín, la conquista a sangre y fuego de América.
Hoy, dos mil ocho años después del «amaos los unos a los otros», del «Felices Pascuas», hay motivos para asustarse por el incumplimiento. Aturde contemplar el globo terráqueo convertido en polvorín con treinta guerras ardiendo al mismo tiempo, pero nos son ajenas, los asesinados son negros o musulmanes, gente misérrima, no son de los nuestros, y entran en la rutina de los noticiarios que las sepultan el mismo día al olvido. Algunos días nos llega el hedor de los muertos sin enterrar, el revoloteo de las moscas y los pájaros carroñeros disputándose los cadáveres en putrefacción. Nadie se pregunta nada, a lo más se llevan las manos a los ojos para no ver el espectáculo y dicen «pobrecitos», no saben que detrás de esas matanzas provocadas y consentidas está lo dicho certeramente ya por Napoleón: «sin el dinero de por medio, las guerras no existirían». Elemental Watson, y ahí está El Congo como ejemplo, y la ingenuidad infantil de la hermana Ángeles, misionera católica, que se despacha diciendo que en ese país no habría guerras si el interior de sus entrañas no fuese rico en minas de coltran, de oro y de diamantes.
Aquellos que se las disputan y codician suministran a sus habitantes tanques, misiles, y armas sofisticadas, para dirimir la disputa, de la toma y daca, y apropiárselas, están al abrigo en las guaridas de las grandes corporaciones, que se reparten el mapa de África, como los cuartos de una res en expedición de caza deportiva. Las mismas que adornan, con el «Paz en la Tierra», y guirnaldas de acebo y lucecillas parpadeantes, en sus edificios de ostentosa provocación. Pero no importa, el negocio es el negocio, el ejército de gente sin empleo recluta cada día mas protagonistas de la incertidumbre, y son aconsejados a no gastar, a tener paciencia, a resistir. Se ignoran o se desatienden los derechos reconocidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 23, «toda persona tiene derecho al trabajo» y en el artículo 25, «toda persona tiene derecho a la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica». Y la Constitución española determina en su artículo 35, «todos los españoles tienen él deber de trabajar y el derecho al trabajo», sigue el 47 «todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada». Es este el año de la Declaración de los Derechos Humanos con celebraciones, lecturas públicas de sus artículos, pasando por alto si son o no cumplidos, como él numero 5: «nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes». Ejemplo Guantánamo, Abu Ghraib, el Estado de Israel, las comisarías de muchos de los países cristianos del mundo.
Son días, a lo que se ve, de hermosas palabras, musiquillas de tiempos felices, vomitadas por los altavoces en las esquinas de las calles, «Feliz Navidad» de Feliciano, «Los pastorcillos que van a Belén», de Raphael, la «Noche de Paz» teutona y aquí no pasa nada. Felices Pascuas, apretones de manos. No han dejado de celebrarse las cenas de empresa, y en Lima los grandes hoteles han organizado cenas de gran postín, destinadas a recaudar fondos que han de repartir el día del nacimiento de Cristo, los chefs, de los mismos hoteles entre los niños pobres de los barrios sin luz, agua corriente, y regalarles juguetes y a las madres les enseñarán a cocinar sus alimentos de miseria, para sacarles mejor provecho. «Amaos los unos a los otros».
Y los escaparates se llenan de juguetes sofisticados y fruslerías, que hacen infelices a muchos ojos infantiles que miran con asombro lo que nunca les va a pertenecer: muñequitas de goma que imitan hasta el calco las arruguitas, la sonrisita de las niñas casi infantitas, los modelitos del ajuar para perritos, gatitos de lujo, con sus vestiditos para cada día de la semana, sombreritos, paletós, los «cook baby», para niños tetones, zapatos de aguja floreados, pasen y verán, estamos en Navidad, los concursos de «Belén», «nacimiento», «pesebre», el villancico, la pandereta, que no se pierdan, tampoco la misa del gallo, ese día grandioso, ahora celebrado con excursiones al derroche, viajes a cualquier sitio, con olvido de que un día como estos hubo un acontecimiento que mudó la faz de la tierra. Se le debe, además de las guerras provocadas por su causa desobedecida, la gran explosión del arte, imaginería, pintura, arquitectura, música, y un gran deseo frustrado de cambiar los forros del hombre, que no se ha conseguido lo de «amados los unos a los otros», fingimiento y mentira, lo de «paz a los hombres de buena voluntad», sólo un deseo. Cuando la misa del gallo se celebre en las parroquias católicas, los marines, seguro, no observarán tregua alguna, y su misión de matar no cesará, bombardearan en Afganistán, en Irak y en Palestina. Que triste. Y en las homilías de las parroquias de la cristiandad no se apelará al suceso cruel de la guerra que, según dicen es por alcanzar la «libertad duradera». Si tiene que ser así qué le vamos a hacer, habrá que inventar otra Navidad, otro hombre, otras palabras que digan algo de sustancia, cuyo significado se cumpla, no otra cosa. Creo, y lo siento, que esperar ese día es sueño flaco, esperanza vana.