Iñaki Urdanibia Crítico literario
Literatura dentro de un orden
Me resulta curioso un joven escritor zaragozano, metido a crítico en «Abc» y también con derecho a cuñas en RNE3 («El placer de la lectura»), que no pierde ocasión para mostrar absoluta complacencia con el estado de cosas en el mundo. Tampoco es nada extraño en este mundo que nos rodea, pero es que sus crónicas («Las Iluminaciones» y las anteriormente nombradas) son lecciones del bien pensar literario (¿?), aunque muchas veces -o algunas, tampoco voy a exagerar ya que no lo leo siempre más que de modo oblicuo para no cargarme el coco-, en sus discursos, como digo, priman más lo ideológico que lo referido a la propia literatura. Dos casos paradigmáticos: uno, Eduardo Galeano y el otro Le Clézio.
Con respecto al latinoamericano, hablando de alguna de sus últimas obras, mostraba un desprecio absoluto por considerar que sus ideas de oposición al statu quo eran obsoletas entre otras cosas porque se reclamaba de -o rozaban con- ideologías, o teorías, en cuyo nombre se habían cometido tropelías sin cuento... Tal postura le quitaba peso a la hora de poder alzar la voz en pro de la libertad y de la liberación de los pueblos de las garras sangrientas del gigante del norte que chupa la sangre de todas las venas populares que en el mundo son. Así pues, nada recomendable el escritor insumiso con respecto al estado de cosas actual del mundo, que siempre ha gritado contra el colonialismo y neocolonialismo que ha supuesto -y supone- una sangría que el norte ha impuesto en el sur, vampirizándolo. Dejando de lado «ideologías totalitarias» (palabra-que-para-todo-vale-y-a-la-vez-para-nada y sino que se lo pregunten a Slavoj Zizek), hay que ver si lo que denuncia el autor en cuestión es de recibo o no, y además si se pretende hablar de literatura habrá de señalarse si la escritura de éste es de calidad o no lo es. Pues ni ripio, mis chicos.
El segundo caso, también ejemplar en lo que hace a este repartidor de carnets de bien-hacer y del prêt-à-penser, es el del premio Nobel de literatura de este año. Vamos a ver , que a Félix Romero no le guste un escritor, pues nada oye, es cosa suya (¡oído cocina, que no le gusta Le Clézio, y otra de rabas marchando!), ahora bien si para descalificar a un escritor se dice pongamos por caso -y déjeseme que recurra al funcionamiento por analogía como otros lo hacen solapadamente, por medio de lectura de solapas- que es guapo y de ojos azules y además espigado, mientras que mi canon de belleza es ser gordo, chaparro y llevar una visera de esas de béisbol americano, pues obviamente todo dios diría anda no me jodas, eso no es argumento válido para juzgar la escritura de nadie. ¿Y eso es lo que hace el maño? No exactamente, pero que se me excuse el exceso contagiado por el gusto a los «dibujos animados» y su consustancial espíritu caricaturesco, y me explico. Hace como un mes el sujeto del que hablo copiaba una frases de una revista in hexagonal, «Les Irrockuptibles», en donde se decía que en vez de a Le Clézio el Nobel de literatura se lo deberían haber dado, en caso de ser a un francés, a Patrick Modiano, o a un escritor americano nada traducido al francés que recientemente ha sacado un libro sobre los «pobres» del mundo, libro recomendable donde los haya, Vollman (hablo de memoria) a la vez que citaba otros notables escritores anglosajones; pues bueno. Romero tomaba esa opinión -nada consistente, por otra parte- como argumento de la injusticia de la concesión del galardón sueco, y del poco éxito que en su país tiene el escritor nacido en Niza (y no como en el caso del escritor lavativas-Cela que fue celebrado por el chovinismo hispano ad nauseam). Dejo de lado el tema de la concesión de este prestigioso premio literario, los criterios de la Academia sueca al concederlo, etcétera pues eso sería el cuento de nunca acabar o de acabar en un plis plas según se enfoque.
En una de sus prédicas recientes (2008/12/20), reincide el crítico en sus descalificaciones y dice en síntesis -resumo escrupulosamente para no cargar a nadie-: a) que en las librerías francesas apenas se ven sus obras y que en las listas de ventas sus libros nada de nada (no sé qué listas mirará este caballero, que por otra parte anda por Burdeos según cuenta, pues en las que yo controlo la última obra de Le Clézio, «Ritournelle de la faim», se mantiene en los primeros puestos de ventas desde que vio la luz en setiembre de este año; si es que esto, por otra parte, es argumento de peso acerca de la calidad de una obra o un escritor para los amantes de la buena literatura); b) que según cuentan Le Clézio nunca ha andado tras los honores literarios; c) sostiene Romero que nunca le ha gustado el escritor (¡no jodas!) y que «por eso» (¿?) se compró un libro de entrevistas y de ahí ya pasa a la descalificación total: no puede aguantar el relativismo cultural y moral y los aires familiares con Claude Lévi-Strauss y con su predecesor Rousseau; y claro no le gustan para nada sus ideas sobre los viajes, sobre el campo y la ciudad, sobre el silencio, la imaginación, la tecnología, etcétera, etcétera, etcétera. Absoluto rigor: descalificar a un escritor sin nombrar ni uno solo de sus libros, o usando argumentos (¿) -como lo han hecho algunos germanoprantines, aireados por el órgano de prensa de la socialdemocracia francesa- y de por abajo también tras conocer apresuradamente al autor a través de Wikipedia -tachándolo de ingenuo, de boy-scout, de candidez maniquea y otras lindezas-. Vamos, que se deja de lado la escritura para denunciar el mensaje, las más de las veces de oídas o de lecturas parciales y escoradas.
No voy a hacer una defensa cerrada -ni abierta- del autor de «Desierto», mas sí diré (defenderé, pourquoi pas?) que sus libros son de los que crean afición («Onitsha», «Viaje a Rodrigues», «El buscador de oro», «El Africano», «La Cuarentena», «El pez de oro» o «Urania», sin obviar su genial biografía de Diego Rivera y Frida Kahlo, o sus libros iniciales como «El atestado» o «El diluvio»; y sólo hablo de los traducidos por acá); libros, algunos de ellos, que nos hacen revivir los aires de los escenarios, y las aventuras, de Charles Stevenson, Daniel Defoe, Joseph Conrad o Herman Melville. Otros -los primeros escritos- que nos sitúan en la ciudad como escenario privilegiado de los mayores desquicies y con unos personajes arrojados al absurdo en una onda en la que se anudan el existencialismo y le nouveau roman; y en otros de sus libros todavía, en los que nos hace escuchar otras voces, las del silencio del desierto, o los bramidos del mar. Está claro que mantenerse alejado de las bambalinas literarias no le ha creado amigos a este escritor a su bola (a pesar de ello algunos de sus obras son lecturas recomendada en el Bac francés, contando con una par de premios locales en su haber: Renaudot y Morand), también es verdad que sus críticas al «progreso» occidental imponiendo sus técnicas, tecnologías e ideologías partout no hacen gracia a algunos (así algunos españolitos se sienten francamente dolidos de sus despiadadas críticas a Hernán Cortés y sus huestes), la búsqueda de la concordia entre pueblos, la defensa cerrada de los niños, mujeres, emigrantes y demás desfavorecidos... resulta francamente ingenuo para estos vendedores de conformismo frente a las proclamas realistas del «choque de civilizaciones» y otros subgéneros como los de Sartori y otros santones del etnocentrismo local.
Acabaré diciendo, o mejor reiterando, que leer a Le Clézio bien merece la pena y ello porque nos mete, con sencillez y con verbo poético, en el viaje, en la aventura, en la vida de unos personajes que se buscan a sí mismos a través de los otros, dejando a estos últimos vías para su expresión (de su comunión con la naturaleza y con los demás seres del mundo). Buena literatura y defensa del fin de la guerra de los humanos con el medio, y entre ellos, se dan la mano en este híbrido -según sus críticos críticos- de hippy y boy-scout. Curioso para ser tal cosa, este escritor que se codea como puede verse en su prosa con Michel Montaigne, Henri Michaux, Lautréamont, Blaise Pascal, Jean-Jacques Rousseau, Antonin Artaud, y con muchos de los escritores ya mentados, entregando bellas páginas y plausibles ideas... tan ingenuas e inocentes como las que pueblan cualquier utopía, cualquier esperanza humana.