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Muertos en las cárceles vascas en los últimos cuatro años

En los últimos cuatro años han muerto 27 presos en las cárceles

Veintisiete muertos en cuatro años son muchos muertos. Y más si se supone que están bajo la protección del mismo Estado que trata de silenciar esos fallecimientos. El último en una cárcel vasca, el 30 de diciembre. Sólo su familia le ha llorado.

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Joseba VIVANCO

El vecino del barrio de Zaramaga de Gasteiz J.B.C., de 30 años, y padre de dos niñas -de tres meses y tres años- murió en su celda de Langraiz la víspera de Nochevieja. Un forense dio la noticia a su pareja. Había entrado en la cárcel sólo diez días antes, el 21; el 29, fue juzgado y volvió a prisión. Esta vez, sólo para un día; según parece, lo pasó en el módulo 5, la cámara de aislamiento. A mediodía llamó a su madre; a las cinco de la tarde era cadáver. Se sentía abandonado, le confesó. La dirección de la prisión alavesa ni siquiera ha dado explicaciones públicas del hecho. Ni siquiera ha recibido a los familiares del fallecido. La autopsia será la que revele qué sucedió, pero las sospechas apuntan a una dosis excesiva de metadona. ¿Culpables? Una vez más ni se sabrá.

Nadie le ha llorado, excepto sus allegados; pocos se han hecho eco de esta nueva muerte entre rejas, ni siquiera desde la clase política o desde los responsables del Gobierno de Lakua; la mayoría vuelve a mirar hacia otro lado. «Si hubiera muerto por un atentado de ETA, la clase política, autodenominada democrática, se rasgaría las vestiduras, llamaría a la movilización ciudadana, se solidarizaría con la familia y haría acto de presencia en los ritos funerarios», replica molesta Bego Oleaga, trabajadora social y miembro de Salhaketa.

Y ya van ventisiete casos relacionados con Euskal Herria en cuatro años: o ocurridos en cárceles de Euskal Herria, o vascos fallecidos en prisiones españolas. En esta ocasión, la compañera del joven gasteiztarra hallado muerto se enteró por la llamada del médico forense que certificó su muerte. Todo un detalle de cortesía. Hace justo un año, esta plataforma de apoyo a presos denunciaba que los responsables de esta prisión «meten las muertes bajo la alfrombra». Dos mujeres presas acababan de morir entre sus paredes y sus familiares ni siquiera habían recibido explicaciones convincentes.

Doce meses después la historia se repite. Y las palabras de denuncia, las de los de siempre, suenan a viejas, a conocidas. El pasado jueves, miembros de Salhaketa se encartelaban frente a la Subdelegación del Gobierno español en la capital gasteiztarra. Tras ella no había políticos. No había convocatorias masivas. Quince muertos en cuatro años en esta cárcel alavesa no parecen ser suficientes. Durante el pasado 2008, el Centro de Documentación contra la Tortura ha tenido noticias de la muerte de 83 personas en el Estado español mientras se encontraban bajo custodia policial o encarceladas. Pero es que desde enero de 2001, esa trágica cifra se dispara hasta las 628.

«Es la causa de muerte temprana por causas no naturales más importante en el estado. Imagina estas cifras si tuviésemos que hablar de la violencia machista o de muertes por atentados...», reflexiona César Manzanos, doctor en Sociología de la UPV-EHU y uno de los rostros conocidos de Salhaketa.

Luchar contra la «invisibilidad» de este tipo de sucesos era la finalidad de quienes sujetaban hace unos días esa pancarta. Como insiste Oleaga, «nadie lo ha condenado ni ha organizado concentraciones de respulsa».

En los últimos meses `sólo' había habido una víctima -en junio, en Langraiz-, después de una temporada en la que la cascada de muertes dirigió todos los focos de la atención pública hacia esta destartalada y masificada prisión. En las Navidades de hace un año esos focos habían vuelto a encenderse. Fue en enero: la víctima, una mujer; sólo unos días antes, otra presa apareció igualmente sin vida. «Todavía desconocemos de qué murieron», confiesa Manzanos.

Aquella riada de muertes eran demasiado incluso para una sociedad que presta atención a lo que pasa allá adentro si los protagonistas son personajes mediáticos como el alcalde de Marbella Julián Muñoz. Ante ese goteo de muertos, «lo que hicieron fue tomar medidas pero no para cuestionar lo que estaba pasando, sino para paliar una situación que se les iba de las manos», denuncia este activista.

Va casi en el manual. «Se pusieron sicólogos de manera eventual, se puso en marcha un programa de prevención de suicidios neutralizando a las personas de más riesgo, se procede al traslado de presos a otras cárceles, algo habitual siempre en estos casos... No olvidemos que en esos meses habían masificado aún más la cárcel», explica.

Desde la propia prisión se anunciaron medidas de choque. Esta nueva muerte, sin embargo, obliga a echar la vista atrás y preguntarse en qué quedó todo aquello. César Manzanos lo conoce de primera mano. «Algunas medidas, como la de los sicólogos, ya no se aplican y las otras lo que no frenan es el problema de fondo. ¿Cuál? Que se abandona a la gente que entra en prisión, porque los protocolos de atención sanitaria y derecho a la salud no funcionan», insiste.

Silencios cómplices

Baste un dato que refleja lo que se vive detrás de esos muros. En el caso de Langraiz, un informe del Ararteko de 2006 sacó a la luz que más del 40% de los presos allí recluidos recibía medicación siquiátrica. «La química es la única terapia disponible», cuestionaba el propio Iñigo Lamarka. «La cárcel es el manicomio del siglo XXI», ha denunciado Salhaketa en más de una ocasión. El informe del Ararteko sobre las cárceles de la CAV observaba un dato significativo: las condiciones generales eran «en lo esencial, similares a las que habíamos visto» en su anterior visita, hacía diez años.

Así las cosas, Manzanos tiene claro que las únicas mejoras que Instituciones Penitenciarias aplica en estos recintos carcelarios tienen que ver con «la mejora de sus estrategias de invisibilización». Y ante tamaño número de muertes, se antoja obligado preguntar por qué la sociedad no reacciona. ¿Porque hablamos de personas presas? Este portavoz de Salhaketa en Araba no lo cree.

«A la sociedad se la puede convencer de muchas cosas, pero siempre que haya alguien que se lo haga ver. El asunto fundamental es que toda esta estrategia de ocultar estas muertes no pasa sólo por tratar de acallar a los medios de comunicación, sino que también hay medios que ni se hacen eco, por ejemplo, del fallecimiento de esta última persona en Langraiz», reflexiona.

A ese silencio, mucha veces cómplice, se suma la «complicidad judicial», denuncia. «Aquí, claramente, la Fiscalía tendría que investigar y pedir responsabilidades, pero lo que hace por norma es archivar este tipo de temas. En todas las muertes que nosotros hemos venido denunciando no hemos podido llegar casi nunca a una sentencia firme. ¿Por qué? Porque el Estado está blindado y oculta todo esto», se lamenta.

Argumentos que para Manzanos explican que «no es que el tema no preocupe a la sociedad, lo que ocurre es que si no le llega lo que pasa, estas muertes caen en el olvido».

Este sociólogo no duda de que «si socialmente se viera todo esto, sería un escándalo impresionante. Pero, insisto, el Estado lo oculta, mientras mantiene a mucha gente en un sistema de maltrato sistemático». Y lo hace, sin que apenas nadie se sonroje, cuando estas muertes «se producen en una institución donde se supone que esta gente debe estar protegida por ese mismo Estado. ¿No les gusta tanto echar mano de la Constitución? Pues ahí se garantiza a estas personas su derecho a la salud y a la vida».

«La cárcel no sirve»

La falta de recursos está detrás de esa precaria situación que se vive tras las rejas, detrás de muchas de esas esquelas que nadie pega nunca en una pared. Pero también lo está la masificación de un sistema carcelario que ahora ha decidido apostar por las macrocárceles, también aquí en Euskal Herria, quizá como panacea. «Pues lo único que van a hacer es reproducir estos mismos problemas», avisa Manzanos. «Si aquí construyen las que tienen previstas, lo que sucederá es que dentro de seis o siete años pasará como en la zaragozana de Zuera», añade. Nueva, saturada y con un registro de muertes para asustar.

Este profesor tiene claro que, en el fondo, lo que falla es el propio recurso de la cárcel como solución a una serie de problemas sociales. Y no lo dice sólo él. En 2003, llevó a cabo un estudio sobre cómo las medidas penales y la delincuencia afectaban a la sociedad vasca. Sobre la valoración de esas medidas en la lucha contra el delito, la respuesta obtenida en las encuestas era evidente: casi la mitad de la ciudadanía tenía claro que la cárcel no sirve en ese combate; y para una de cada cuatro personas, sirve más para los de fuera que para los que están dentro. Sólo un 8,4% creía que realmente resocializa y reeduca a quienes delinquen, como establece la Constitución española en su artículo 25.2.

Un panorama que lleva a Manzanos a proclamar sin tapujos que la cárcel «en lo que se ha convertido es en un depósito de personas» y en «un negocio del que viven muchos». Y lo que es peor, augura, «mientras no consigamos visibilizar eso, seguirá adelante». Visibilizar, la palabra clave que enarbolan, también cada día, quienes sacan a la luz la práctica de la tortura bajo la custodia del Estado.

J.G.C ha sido el último. Quizá ocurra en cascada, como tiempo atrás, quizá deba de pasar otro año, pero este representante de Salhaketa no se muestra nada optimista; él mismo lo admite en la conversación. «Existen candidatos a ser ejecutados con nombres y apellidos», contestaba con crudeza en una entrevista que le hacían hace tres años. El problema es que, por ahora, la alfombra del sistema carcelario es demasiado grande y son pocos quienes quieran mirar debajo.

 

 

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