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Primer día de... ¿una nueva era?

«Hemos de pensar que no es más que un hombre»

Los 26 años que Michiel Abegay lleva trabajando en Washington le confieren suficiente perspectiva para comparar la investidura de Barack Obama con otras que la han precedido en este tiempo.

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Jordi CARRERAS

Este taxista originario de Eritrea no tiene ninguna duda cuando se le pregunta por la principal diferencia que aprecia entre ésta y otras llegadas al poder de presidentes estadounidenses. «Ésta es la vez que veo que más gente `normal' viene a un evento de éstos. En general, los que vienen a estos actos llegan casi todos en avión, se desplazan siempre en taxi y por lo que gastan y cómo visten se nota que son de dinero. Esta vez han llegado miles de personas de todas partes, en autocares y coches particulares y muchos se desplazan en metro y en los buses urbanos. Se nota que se trata de gente más sencilla, y seguro que a bastantes les debe costar llegar a fin de mes, como a mí».

Realmente, de todas partes y no sólo de EEUU. Gladys Goumette, una sudafricana residente en Viena ha viajado a EEUU expresamente para vivir la investidura de Obama. «En su momento no pude estar en la de Nelson Mandela pero ésta no me la he querido perder por nada del mundo. Va a ser tan histórica como aquella», explica, apenas bajar del autocar que la ha llevado desde Nueva York. Gladys tampoco se perdió las elecciones del 4 de noviembre. «Tengo una hermana en Nueva York y como africanas, también es un triunfo para nosotras».

Anna Robinson, una neozelandesa de 19 años que estudia en la Universidad de Montreal, también ha hecho sus kilómetros para estar en Washington. Es de Auckland y dice que en su país Obama es un fenómeno, en la misma medida que se odia a George W. Bush. «Espero que lo primero que haga sea cerrar Guantánamo. Estaría bien que lo hiciera pronto para que se empiece a apreciar el cambio».

Ceremonia emotiva

En algunos momentos, la liturgia que sigue la investidura de un presidente invita a pensar en la que debía tener la coronación de los emperadores en la antigua Roma. A la solemnidad que el acto tiene de por sí, en esta ocasión se añadía la trascendencia histórica de investir por primera vez a un afroamericano. Por ello, uno de los momentos que puso la piel de gallina fue cuando cantó Aretha Franklin, quien cuarenta años atrás ya lo había hecho en el histórico discurso de Martin Luther King.

Por uno de aquellos imponderables de la vida, este periodista tuvo el privilegio de seguir muy de cerca la ceremonia. Tan de cerca como el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, en la misma fila, separados por tan solo tres sillas, y a poca distancia de figuras del cine y la música, como Bruce Springsteen. Tal vez por razones de protocolo, en las primeras filas pareció no vivirse con la intensidad de otras partes pero quien más, quien menos, tragaba saliva con dificultad. Y girando la vista se podía ver a varias personas con lágrimas de emoción cuando Obama juró el cargo.

Todos eran conscientes de la importancia del momento y tanto al juez John Roberts como a Obama les jugó una mala pasada al principio del juramento, cuando uno y otro tuvieron un lapso que ha hecho que algunos puristas se planteen si el juramento es válido o no, ya que en sentido estricto no se pronunciaron todas las palabras que deberían haberse dicho.

Impresionaba tanto la multitud congregada desde el Capitolio al Monumento a Lincoln como la entrega que la mayoría profesa al nuevo presidente. Aguantando estoicamente tres grados bajo cero, con entusiasmo, excitación y con una sonrisa permanente en los labios. En el fervor cuasi religioso que en muchos genera Obama es difícil discernir dónde acaba la fascinación y dónde empieza el culto a la personalidad.

John Drears, un afroamericano setentón de Harlem, orgulloso por vivir un acontecimiento que hasta no hace tanto nunca creía que llegaría a ver, apelaba al sentido común. «Hemos de pensar que no es más que un hombre. Excepcional, por supuesto, pero al fin y al cabo sólo es un hombre, no es Dios».

Pero por lo que se vivió en Washington desde el domingo hasta el martes por la noche parecía más esto último. La parafernalia que inundaba las calles de Washington con la efigie de Obama, solo o con su esposa e hijas, y la bandera de EEUU, recordaba más los souvenirs de una peregrinación religiosa que de una investidura. Unos cuantos aprovecharon para hacer su agosto, como Michael Stinson, de Chicago, que en tres días calculó que habría vendido unos 5.000 calendarios de Obama.

A Washington fue gente de todo tipo, color y condición, pero se distinguía claramente una mayoría de afroamericanos. Todos compartieron el anhelo y la emoción de «estar allí» para contarlo, y qué caramba, para ellos mismos.

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