Antonio Alvarez-Solís | Periodista
El Guantánamo español
Alvarez-Solís maneja una definición muy amplia de la tortura: «La tortura está también en la guerra, en el hambre, en la enfermedad desatendida, en el desequilibrio social, en la ruin separación de clases, en la imposición ideológica, en el atentado al pensamiento, en la simulación de la libertad...». En su opinión, quedan en el mundo muchos guantánamos por clausurar y pone como primer ejemplo el español: mientras la crisis aprieta, Zapatero se inhibe e implora al empresariado que «mantenga todo el empleo que pueda».
Según la Encuesta de Población Activa, en España hay 827.000 hogares en los que ninguno de sus miembros tiene trabajo. Es decir, que si suponemos que cada hogar esté formado por cuatro personas el resultado es que 3.300.000 seres viven en una total desolación económica y, por ello, víctimas de una terrible desmoralización, que es enfermedad atroz. La cifra aún resulta más estremecedora si contamos esos seres condenados a la nada sobre una población del Estado que ronda los cuarenta y seis millones de almas. Si tomamos conciencia clara y cierta del dolor que ha de atenazar a esos desposeídos del sustento -el sustento es mucho más que la sopa de caridad y el obsequio de algunas prendas- no es hiperbólico hablar del Guantánamo español. Y no es hiperbólico porque los sufrimientos no se reducen sólo a los que se enmarcan en la escalofriante acción de la Policía o los tribunales, con ser ésta voluminosa y de aterradora brutalidad. Hago esta simple observación porque el prometido cierre del Guantánamo norteamericano ha producido una cálida onda de afecto hacia el presidente Obama, al que Dios guarde de banqueros, militares, prelados, jueces y otro personal por el estilo, ya que vemos en su inicial política una posible reposición de los derechos humanos, aniquilados por tantos poderes actuales.
Es urgente que finalicen las torturas en los centros policiales inferidas con dos propósitos: el primero y más importante, la fabricación de culpables sin base alguna en la inmensa mayoría de las ocasiones, y después con el objetivo de entregar esos culpables a las masas -¿a quién preferís a Jesús o a Barrabás?- como prueba de los horrores que esperan a la ciudadanía si no ofrece sumisión ciega a los grandes sacerdotes, torturadores empecinados. Obama trata de extirpar la violencia institucional, simbolizada en esas torturas, como prenda de una nueva era que regrese a lo mejor del liberalismo burgués que, con todos sus defectos, despierta -¡quién lo diría!- nostálgicos recuerdos ¿Pero basta con eso? No. No basta. La tortura está también en la guerra, en el hambre, en la enfermedad desatendida, en el desequilibrio social, en la ruin separación de clases, en la imposición ideológica, en el atentado al pensamiento, en la simulación de la libertad, en el comercio obsceno, en el lenguaje arrogante, en la misérrima sacralidad de las instituciones, en la indecencia de la verdad sin razón...
Oigamos, como pequeña prueba de lo que antecede, lo que opinan los gobernantes españoles de esos tres millones y medio de seres sin esperanza alguna de trabajo y, por tanto, de sustento. En primer lugar escuchemos a la cínica vicepresidenta del Gabinete: el Gobierno vigilará -dice- la situación de los hogares en total desempleo para cumplir con el compromiso de «no abandonar a nadie a su suerte». Subrayemos: el Gobierno «vigilará»... Tiempo de futuro. ¿Y qué va a vigilar? Cuando llegará la elemental ayuda fruto de esa vigilancia? No se sabe. Es más, al parecer no se había vigilado esa enfermedad social. Prueba de esa falta de vigilancia es la referencia del secretario de Estado de Economía del Gobierno de Madrid, Sr. Vergara, al recordar el compromiso del Ejecutivo de aportar las dotaciones suficientes a fin de que «no haya carencia». No enumera el secretario de Economía qué clase de dotaciones cabe esperar, aunque el jefe del Gobierno, Sr. Zapatero, materializa la intención en la petición a los empresarios para que «mantengan todo el empleo que puedan». Petición tierna, ruego educado. Pero ¿no tiene poder el Gobierno para mejorar los salarios y cambiar la catastrófica dirección económica? No. Una vez más: no puede. Pertenecemos a una economía de mercado y las reglas de la libertad económica son sagradas, ya que al parecer constituyen el marco en que se realiza el individuo. Pero ¿qué clase de individuo? Sin embargo ¿no han quebrantado los gobiernos la respetada libertad económica cuando han destinado cantidades ingentes a sostener a las instituciones financieras y a las gigantescas empresas que desangraron a la sociedad? ¿Por qué gobiernos que intervienen en tan benéfico rescate -a agentes económicos que además no transfieren a la producción y al consumo las ayudas recibidas- son incapaces de decretar un razonable nivel de salarios para ayudar a los asalariados? ¿Es que el Supremo Hacedor decidió tan cruel desigualdad cuando abrió la puerta a la creación futura de las VPO tras la expulsión del Paraíso? La conversión del dinero en la única mercancía del sistema apoyada nada menos que por los que se autodenominan socialistas... ¡Santo cielo qué cinismo! ¡Qué unión de la contumacia con la contumelia!
Lo que exaspera aún más al observador honrado de este inhumano tejemaneje -hasta el punto de conducirle a la entendible violencia- es que se persiga a todos los que quieren recuperar el socialismo real para enfrentarse a la consagrada minoría. Cuando llega la hora electoral, como sucede ahora en Euskadi -cabeza, fuerza y antemural del pueblo de Euskal Herria, con frase prestada por el escudo municipal de A Coruña-, parece obligado entregar la conciencia a pensamientos comunistas y nacionalistas a fin de rescatar la nación como voluntad política libre frente al Estado. La nación genuina, la que tiene su infalsificable aguja de marear. La nación no contaminada por el poder estatal contemporáneo, que siente en sí el latido de lo colectivo y que es capaz de edificar una economía orgánica y decente donde el trabajador, el consumidor y la financiación formen parte de un mundo abarcable y dominable por la calle frente a la trampa globalizadora. ¿No habrá querido usted, ministro Sebastián, referirse a ello cuando recomienda el consumo de productos nacionales como forma de estimular el empleo y fortificar la infraestructura social? ¿A ese punto de arrepentimiento le ha conducido su pecado globalizador? Los nacionalistas y los comunistas -a los que me gustaría ver de la mano en la complicada marcha tan acosada por las fuerzas del orden y zarandeada por los tribunales- deberían aprovechar estos momentos para incitar a una construcción mundial en que los trabajadores, -desde su verdadera realidad nacional y conscientes de la necesaria socialización de lo que es social por naturaleza de las cosas- marcharan junto a otros trabajadores y otros pueblos en un verdadero internacionalismo libre de la peste globalizadora.
Yo no sé si todo esto que digo es lícito, ilícito o paralícito. Algo de heterodoxia debe tener cuando una especie de temor indefinible se apodera de mí al decir lo que digo. De cualquier forma me consuela la sensación de que vamos dejando atrás esa historia en que, como decía William Hazlitt, «el pueblo no es capaz de ofrecerse voluntario para una rebelión por simple prestigio de lo nuevo». Quizá sea que lo que era nuevo hace tantos años ya no es nuevo y ha producido el aparente milagro de sentar en el despacho oval a un negro, descendiente de aquellos que entonaban los espirituales junto al fuego del anochecer para mostrarle al amo -el lord, dios temido en los galpones- que les sangraban las manos.
Hay muchos Guantánamos por clausurar. No se trata, sólo, repito, de la tortura bestial en un cuartel o un descampado, sino de rescatar para la vida a aquellos que la sufren en despaciada muerte. Esos Guantánamos en que mueren niños de hambre y de metralla. Pero, como dice el proverbio, «amanecerá Dios y medraremos», sobre todo si sabemos marchar unidos ante las urnas y sostener esa unidad en la calle. Luego se revolverá el Fumanchú de los ojos oblicuos, pero ahí estaremos.