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Pablo Antoñana | Escritor

Hablas (II)

Segunda entrega de la serie dedicada por Pablo Antoñana a rescatar de la memoria palabras, giros, formas de hablar que tuvieron su tiempo y su gloria, y que han desaparecido del vocabulario actual porque también se han borrado las circunstancias que justificaron su existencia. «Arriba el campo», «aguinaldo del soldado», «asalta trincheras», «bala dum-dum», «bofia», «astracanada»... términos que devuelven a la vida, siquiera por un momento, realidades desaparecidas pero bien guardadas en el recuerdo de quienes, como el autor, vivieron aquellos años intensos.

Sigo con mis obsesiones, aquel tiempo oneroso, que quedó criando pelo en nuestros corazones, y del que no podemos desurdirnos, como maldición o castigo de pecado no cometido. Seguro que me dará para mucho esto del «habla» que usamos por esos días y que se desvaneció quedando sólo como rastro infecundo en la memoria.

Arriba el campo. Expresión muy usada por los soldados, voluntarios o no, que venían del frente a gozar de permiso rutinario o convalecientes. Atronaban las calles con el «arriba el campo», como si ellos estuviesen en los parapetos tan sólo para reclamar un derecho, el campo como fuente de sus vidas, que por siglos se les había negado. Sonaba a grito de guerra y reivindicación, pues aquellos soldados procedían de la tierra irredenta, que en muchísimas ocasiones no era suya, ni lo iba a ser nunca, pero su condición campesina convertía el grito en exigencia. Era como un rechazo a la ciudad vituperada y una telúrica imbricación

Con la tierra a la que querían rescatar de prestamistas, desahucios, del amo jinete en caballo cuando visitaba la hacienda. Acudo a Unamuno, que ya explicó la animadversión de dos mundos, la ciudad, y el campo, que no se hacían compatibles, desde que Abel, el campo, mató a Caín, pastor. Otros gritos igualmente vigentes fueron «arriba España, y quietos en la cabaña», «menos Franco y más pan blanco».

Aguinaldo del soldado. La guerra se hizo sin recursos de tesorería, en el bando de los sublevados, que carecían de Estado, aunque sí se dieron a sí mismos las Juntas de guerra, que no era lo mismo, pero lo suplía. Los recursos salieron como siempre de los bolsillos de la gente común, en la paz con tributos y exacciones, en la guerra con repartos y requisas de urgencia para mantener al soldado fijo en la trinchera. El aguinaldo del soldado fue así establecido como donación «voluntaria» para dotar al combatiente de ropas, pertrechos, amén de licores que diesen brío al coraje para matar como se cantaba copiando del viejo cancionero carlista: «Madre dame la boina, dame el fusil, que voy a matar más rojos (guiris), que amapolas tiene mayo y abril». Este aguinaldo tuvo un antecedente en las colectas organizadas oficialmente por los obispados españoles cuando las guerras coloniales del 98. Sólo que en aquellas lo recaudado serviría para «matar facinerosos», y en ésta para redimir almas para el cielo. Hay constancia.

Asalta trincheras. Licor matarratas, que, al igual que en otras guerras, se suministraba a los soldados la víspera de «operación», que también recibía el nombre de «acción». Se sabía cómo y cuándo iban a ser los combates por la dosis enervadora de coñac de la casa Osborne, Terry. Aparecían los furgones entoldados de intendencia con su carga generosa de narcótico, botella por barba, con obligación de no quitarles el tapón hasta el momento en que el cornetín de ordenes daba la de asalto y a la bayoneta calada. No hay noticia de que las casas del coñac jerezano hayan recibido ninguna condecoración ni mención especial por su aportación «desinteresada» a la campaña de salvación de la patria. Añado que el «asalta parapetos», en forma de heroína y otros estupefacientes, fue usado por los marines USA, antes de entrar en combate en Vietnam y en las muchas guerras que por la «libertad duradera» han emprendido en nuestro beneficio. El movimiento californiano de los «hippies», tiene su origen en la despiadada guerra vietnamita.

Bala. Tiene varios sentidos o acepciones. Una: proyectil que se introducía en la recámara del fusil Máuser, reliquia de la Gran Guerra, que sustituyó a los fusiles Berdan, o Lfoucheux, de las carlistadas, pero utilizada a pesar de su zafiedad y peso que suponía una carga añadida al petate del soldado. Dos: bala perdida. Era como un solitario bisbiseo de vuelo de mosquito y luego, alguien que había sido tocado por el plomo mortífero caía en lo profundo del sueño eterno. Las balas perdidas procedían, en la retaguardia «roja», de los emboscados en buhardillas y tejados, y sus francotiradores, de la quinta columna, eran invisibles. Tres: no sé por qué se decía ser una bala alguien que en euskera recibe el calificativo de «etxekalte». De ahí se derivó el de «balarrasa», personaje de poco fuste, mujeriego, nocherniego, borrachín, amigo de fiestas sin pretexto alguno.

Balas dum-dum. El plomo, sonrosado en la cápsula, no tenía la punta roma sino afilada como la punta de un cuchillo. Nos explicaban sus propietarios, al sacarlas de la cartuchera de cuero crudo -hacían hincapié en las ranuritas o fisuras hechas con una sierra- que al penetrar en el cuerpo humano, el del enemigo a abatir, lo hacía con la velocidad y efecto de aspa de ventilador, explotaba en racimo y el plomo trituraba la carne tocada. Eran casi artesanales, y tan sólo el relato de sus efectos producía una extraña sensación de miedo y horror. Y en la guerra de Irak iban a ser usadas por las tropas inglesas, y fue una «dum-dum» la que fulminó, disparada por la Policía en julio de 2005, al brasileño Jean Charles Menezes, en una estación de metro londinense. La bala «dum-dum» fue inventada por los ingleses en sus campañas de la India, y en 1899 el Convenio Internacional de La Haya prohibió su empleo, pero se ve que no fue atendido su acuerdo y se siguió empleando en los ejércitos regulares. Recuerdo un ejemplar de estas balas exhibido en el hueco de la mano de un soldado, como si fuese una reliquia de santo y no una simiente de muerte anticipada.

Bofia. Policía, con o sin uniforme. La que llevaba capote, mosquetón y correaje en equis sobre su pecho y gorra de plato con visera acharolada, pasó luego a ser «los grises», que guardaban las colas de los cines, las del reparto de los cupones de las cartillas de racionamiento, con privilegio de sacar de su arnés la porra de goma, y con ella enderezar la hilera que se movía como gusano amedrentado. Era copia o reproducción de los «guardias de asalto» republicanos, aquellos de trajeados de azul Bombay, botas apolainadas y gorra también azul, mal queridos y a los que se les cantaba con desprecio: «madre yo quiero ser,/ guardia de asalto,/ cinco duros al mes/ y una pistola,/ y una porrita de goma/, madre, de tira y toma». La que no llevaba uniforme, por fuera que sí por dentro, era la «secreta», (Brigada político social) con una inmensa chapa esmerilada de color verde en el bolsillo del pantalón, que al mostrar en su mano de ex-combatiente, ex-cautivo, el cuerpo se estremecía. Y el interpelado descompuesto entregaba maquinalmente las manos que iban a ser trabadas por las esposas. Podía ser un delincuente común, posible, pero la pesquisa y posterior captura coincidía con alguien que estuvo en el Ejército republicano, o que hacía propaganda subversiva.

Astracanada. Se decía con desprecio de la función de teatro ínfimo, de la película mal hecha, que también recibía lo de «españolada». Parece que procedía del teatro de Muñoz Seca, en «La venganza de Don Mendo». Su tiempo fue el de la posguerra y no perduró.

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