CARLO FRABETTI
El vestido viejo del emperador
Tras su elección como presidente de Estados Unidos, Obama les dijo a sus amigos sionistas: «Arrasad Gaza ya, antes de mi toma de posesión, que yo tengo que hacer el paripé del cambio».
Puede que no fueran estas las palabras exactas, puede que no las pronunciara él personalmente, puede que solo las susurrara al oído de alguno de sus sicarios, o que se las susurraran a él; pero, directa o indirectamente, eso es lo que les dijo Obama a sus máximos aliados.
Los ingenuos creen -y los pusilánimes fingen creer- que los israelíes han interrumpido su genocidio justo un día antes de la toma de posesión de Obama porque era Bush el que les permitía perpetrarlo y tras su marcha ya no contarían con el permiso del amo. En realidad lo han hecho porque el anterior presidente-bayeta iba a ser descartado y ya estaba tan empapado de sangre que no importaba salpicarlo un poco más, mientras que al nuevo había que mantenerlo aparentemente limpio el mayor tiempo posible.
En la sórdida gendarmería que es la Casa Blanca, la alternancia no es entre republicanos y demócratas, sino entre policías «malos» y policías «buenos». A Obama, al igual que al nefasto Kennedy, con quien muchos lo comparan, le ha tocado el papel de policía bueno. Y al igual que el carnicero de Vietnam, el próximo carnicero de Oriente Medio intentará encubrir con su atipicidad y su sonrisa fácil la misma política de expolio y exterminio de sus antecesores, de sus patrocinadores. Al igual que el policía malo te mete la cabeza en la bañera y luego el policía bueno intenta convencerte con amables palabras, Bush masacró a miles de afganos e iraquíes y permitió la matanza de miles de palestinos, y ahora a Obama le toca limpiar la sangre y advertir a los supervivientes de la masacre que si no se portan bien volverá la mano dura. Como si hubiera otra.
Justo al contrario que el emperador de Andersen, el nuevo titular del imperio pretende hacernos creer que llega al poder «casi desnudo como los hijos de la mar», que diría Machado, pretende que no veamos su manto de púrpura sangrienta. Y son tantos los que, dentro y fuera de Estados Unidos, fingen no verlo que, una vez más, habrá que darle la razón a Goebbels, el gran ideólogo de las democracias occidentales.