CRíTICA teatro
En un suspiro
Carlos GIL
El fracaso se disfraza de culpa en el ámbito de la identidad formulad como una hoja de servicio, como una acumulación de fragmentos de una vida desgajada. Toda biografía asaltada por la carcoma del sentimentalismo tiende a convertirse en un ectoplasma calcificado de una idea vaga de la existencia, en donde las ilusiones acabaron siendo un oficio, un recuerdo, un aburrimiento y los deseos derivaron en una mortificación abonada para el sicoanálisis.
Ana Vallés va construyendo sobre le escenario una estela multicolor en un mar oscuro o reluciente, según del lado del pesimismo en el que te coloques. Va escribiendo con palabras atrapadas a lazo una oda a la sinceridad con uno mismo. Una suerte de confesión de parte, apoyada en unas complicidades que suman angustias y esbozos, que configuran un mundo tan improcedente como consecuente. Abrasa sin dar calor, abraza sin rozar, se clava en la retina, en el esternón, en alguna colonia neuronal donde anidan las emociones de los espectadores y resucita ese pálpito que siempre provoca el arte.
En un suspiro, el caos se ordena, la luz es una oscuridad luminosa, la vida transfiere al teatro glóbulos que son renovados por el simple hecho de su bombeo por un espacio y un tiempo acotados en cinco actores y un músico técnico dedicados a desatar el amor en un canto desesperado. Con voz propia para deconstruir los viejos edificios desde donde erigirse los entes que dejan su trazabilidad como un significado magnificente. O sea: viva el teatro.