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Jesus Naves, Jesús Valencia, Bego Oleada, Juantxu Oscoz Militantes históricos

Con estas democracias, ¿para qué dictaduras?

Hoy, nos encontramos con una democracia que ha optado por dejarse de teatros y formalidades y vuelve a mostrar lo que, más o menos oculto, siempre ha mantenido en su interior

Conocemos quienes suscribimos este artículo a Amparo Lasheras o Iñaki Olalde, a uno de ellos o a ambos, compañeros de luchas e inquietudes a lo largo de tantos años. Los han metido en la cárcel, con una acusación que supone una pena de entre 8 y 12 años.

Su encarcelamiento y el de otras muchas personas no es más que la expresión del contexto político en que vivimos, del grado de degradación al que está llegando esto que llaman democracia. Exigimos la libertad de Amparo de Iñaki y del resto de detenidos.

No se trata de defender cosas como que Amparo e Iñaki, a diferencia de otros y otras quizás, no han delinquido y son inocentes. Se trata de denunciar esta situación, en que actitudes como las de Amparo o Iñaki son delito de terrorismo. Se trata de defender la legitimidad de su delito y el de otros muchos delincuentes, y la legitimidad de otras muchas actitudes y prácticas propias de la lucha social y política durante mucho tiempo que hoy constituyen graves delitos. Hablamos de justicia, no de ley.

Todas nosotras somos viejas militantes. Vivimos los últimos años del franquismo, la Transición y la posterior democracia desde la lucha social. Ayer y hoy, unos implicados en el movimiento obrero, en el anti-OTAN o en el vecinal, otras en la lucha feminista, la antirrepresiva o en la defensa de los derechos que nos corresponden como pueblo; abstencionistas, antimilitaristas, independentistas, cristianos de base etc. Compartimos generación, y queremos compartir una valoración generacional de este casi medio siglo.

Nuestras luchas comenzaron en el franquismo, en una dictadura a la que al menos hemos de reconocer una virtud: se mostraba tal y como era. No había margen para la lucha dentro de la legalidad, ni derechos civiles y políticos, ni derecho a organizarse o a criticar siquiera. La receta era simple; mano dura, y se reconocía abiertamente.

Murió Franco, de muerte natural y atendido en su cama, no lo olvidamos, y los mismos que dirigieron una dictadura manu militari durante 40 años, decidieron que era hora de recorrer un camino, «atado y bien atado», de cara a homologarse ante el mundo como una más de las democracias occidentales que nos rodeaban.

Ese camino fue la transición, donde el poder trató de asimilar a toda izquierda a cambio de ciertas libertades, las que exige una democracia representativa «al uso»: libertad de expresión, de asociación, derechos individuales, derecho a manifestarse... y por supuesto las elecciones «libres» como paradigma de los nuevos tiempos. Se trataba de encauzar las ansias de ruptura dentro de los márgenes de lo posible. Y lo posible fue una democracia formal aunque de baja calidad incluso para el contexto europeo. Donde jueces, militares y políticos pilares del sistema anterior continuaron en sus puestos, y por supuesto con la integridad territorial del Estado y el capitalismo como bases incuestionables.

Pero también creemos que tuvieron que admitir formas y herramientas para la lucha social y política que no hubiesen querido cedernos. Si los concedieron fue precisamente porque hubo lucha e inconformismo, mediante la que ensanchamos aquello que nos presentaban como «lo posible». Prueba de ello es que Euskal Herria, a diferencia del resto del Estado -salvando honrosas excepciones-, no quedó asimilada y normalizada por la democracia como sociedad. Por el mismo motivo ha sufrido mayor represión a lo largo de estas décadas.

Han pasado treinta años desde entonces. Treinta años de democracia que no nos servía desde un principio, pero cuya deriva represiva y autoritaria en los últimos años está llegando a cuotas impensables hasta no hace mucho. Hoy, nos encontramos con una democracia que ha optado por dejarse de teatros y formalidades y vuelve a mostrar lo que, más o menos oculto, siempre ha mantenido en su interior.

Es delito ser independentista, es delito la desobediencia civil, es delito la solidaridad, es delito todo intento serio por transformar la sociedad. Puede cualquiera dar con sus huesos en los calabozos de la Audiencia Nacional camino a la cárcel por dar ruedas de prensa, y encontrarse allí con uno que participó en una manifestación legal contra el TAV, con otra que elaboró un escrito público para desarrollar estrategias de desobediencia civil, con aquel director de periódico o con el de más allá que no acertó a medir sus palabras en un artículo de opinión. Y puede que vuelva a encontrarse con todos ellos nuevamente en la calle, pero después de muchos años.

Hoy, como durante el franquismo, como durante la transición y como durante la posterior democracia, continuamos creyendo en la necesidad de una transformación estructural de la sociedad, que sacuda hasta nuestros más básicos cimientos dejándonos irreconocibles. Porque seguimos creyendo que la explotación laboral, que el machismo, que la existencia de pueblos dominadores y pueblos dominados o la coexistencia de la pobreza extrema con la extrema riqueza no son fallos o imperfecciones de este sistema. Son el sistema. Seguimos trabajando por esa transformación.

Pero, al mismo tiempo, aquí y ahora, tenemos otra tarea colectiva urgente. Defender los espacios y herramientas ganados mediante la lucha en otros tiempos, incluyendo los que corresponden a una democracia formal y que atendiendo a sus propias reglas de juego deberían respetar. Denunciando la continua agresión de la que son objeto pero, sobre todo, haciendo uso de ellos: de la desobediencia, de la movilización, de la libertad de expresión, de la acción directa, de la autocrítica, de la insumisión...

Estamos llegando a tales extremos dictatoriales en nombre de la democracia que, aquí y ahora, está en juego la posibilidad de la práctica disidente.

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