Ceremonia de entrega de premios de la Academia de Hollywood
Los Óscar de la crisis premian a una fantasía millonaria
Mikel INSAUSTI Crítico de cine
En los días previos a la ceremonia de los Óscar las noticias eran contradictorias, porque a los que hablaban de un espectáculo más austero en tiempos de crisis, se sumaban aquellos otros que incidían en la búsqueda de una mayor brillantez para tratar de recuperar a la audiencia televisiva perdida. Es momento de recordar que los expertos dijeron el pasado año que la cifra de telespectadores ya había tocado fondo, siendo imposible que en el 2009 cayera más bajo. El descenso fue de un veinte por ciento, con un total de 32.000.000 de personas sentadas frente al televisor. Todo el mundo se acordó de los 55.000.000 que, en 1997, siguieron la noche de “Titanic”, máxime a la hora de hacer caja y ver que los ingresos por publicidad han decrecido de forma proporcional. La Academia de Hollywood ha tomado unas medidas de urgencia relativas a la retransmisión por la pequeña pantalla del evento, a fin de que el negocio de los contratos televisivos y publicitarios no se les vaya definitivamente de las manos. Y parece que han surtido efecto, a tenor de las críticas favorables que ha recibido el cambio de presentador, gracias a que el australiano Hugh Jackman es un actor con cualidades de showman por el lado de la comedia musical, lo que le ha permitido cantar y bailar bajo la dirección musical de Michael Giacchino. Todo ello ha supuesto un mayor dinamismo y la agilización de la puesta en escena, a base de recursos audiovisuales y tecnológicos más actuales, en un juego multimedia que deja atrás la vieja etapa de la tramoya teatral. Otro gancho infalible es el de los golpes de efecto emocionales, como la idea macabra de otorgar el Premio de Mejor Actor de Reparto al fallecido Heath Ledger a título póstumo, cuando, fuera del morbo de semejante operación de marketing funerario, no se lo merecía.
Esta 81 edición ha querido coger de paso el impulso de la ola esperanzadora que representa la era Obama, con la que sintoniza el premio a Mejor Actor concedido a Sean Penn, cuya interpretación no estaba a la altura de las de Frank Langella, Brad Pitt y Mickey Rourke. Es la estatuilla de la corrección política y el lavado de cara, utilizando las reivindicaciones de la comunidad gay. Pero ese aparente compromiso político desaparece del todo a la hora de conceder el Óscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa, ya que «RAF: Fracción del Ejército Rojo», «La clase» y «Vals con Bashir» resultaban tan conflictivas como incómodas. Han salido por la tangente al premiar a la japonesa «Okuribito», sobre la profesión de las pompas fúnebres. Por esa misma regla de tres era más fácil premiar a Penélope Cruz en una comedia intrascendente, como «Vicky Cristina Barcelona», que a Marisa Tomei en su valiente y sexual caracterización de «El Luchador». La conclusión apunta a una renovación formal de los Óscar, en cuanto solución-parche para frenar la decadencia de estos premios, directamente en relación con la progresiva pérdida de espectadores en las salas de cine. De momento, la Academia de Hollywood se ve incapaz para afrontar una transformación de contenidos y trata de atraerse a la producción independiente más asimilable, haciendo seguidismo de las tendencias críticas y festivaleras. El efectista Danny Boyle y su «Slumdog Millionaire» les ha venido bien para vender falsos sueños millonarios a seis euros la entrada, pero otra cuestión es que la taquilla responda en la medida de una industria que se creía gigantesca hasta que fue superada por la de la India, mal llamada Bollywood.