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El juicio a olivera evidencia que la impunidad persiste en argentina

El nombre de Jorge Carlos Olivera está directamente ligado a la tortura, a los centros clandestinos de detención, a la desaparición, en una palabra, a la dictadura argentina. A sus 82 años, se sienta en el banquillo de los acusados por 120 secuestros y cuatro homicidios, cuando «las víctimas fueron miles», resalta a GARA Adriana Calvo, de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, querellante junto a otros organismos en el juicio.
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Ainara LERTXUNDI

Adriana Calvo integra la Asociación Ex Detenidos Desaparecidos, que agrupa a supervivientes de los centros clandestinos de detención que operaron durante la dictadura. El 4 de febrero de 1976, embarazada de siete meses, fue secuestrada en su domicilio en Ciudad de La Plata. Ese día también arrestaron al que entonces era su marido Oscar Laborde y a un compañero de la facultad. En los casi tres meses que duró su cautiverio conoció de primera mano «el nivel de aberración» al que puede llegar el ser humano y compartió espacio con otras mujeres embarazadas y desaparecidas. Pasó por la brigada de investigaciones de La Plata, por el centro de Arana, por la comisaría quinta y el pozo de Banfield. El 15 de abril, sintió los primeros dolores de parto. Su hija, a la que llamó Teresa, nació en el coche que la trasladaba de la comisaría quinta al pozo de Banfield. Adriana estuvo vendada y con las manos atadas. A su llegada a Banfield, un médico le sacó la placenta ante la mirada de los guardias, que le obligaron a limpiar el suelo. Sólo después pudo abrazar a su hija. Ambas quedaron libres el 28 de abril.

La primera dificultad fue «encontrar un oído que quisiera escucharte de verdad, no superficialmente. Una de las reglas del genocidio es que haya sobrevivientes mientras se desarrolla la etapa de aniquilamiento para diseminar el terror en la sociedad. Una de las maneras de sobrevivir a ese terror es negar y no querer saber pese a que no tenían más remedio que hacerlo porque, quien más o quien menos, tenía al lado a alguien que había atravesado la muerte y estaba de nuevo en la superficie de la vida. La frase que repetidas veces escuchamos fue la de `no me cuentes porque te hace mal'. Pasaron años antes de encontrar ese oído».

El juicio contra el general retirado Jorge Carlos Olivera, que desde el 10 de febrero se celebra en Buenos Aires, ha vuelto a poner sobre la mesa todo aquello. En 1976, era segundo comandante del Primer Cuerpo del Ejército. Bajo su mando estuvieron todos los centro clandestinos de detención de la zona de Capital Federal, «donde ocurrieron una enorme cantidad de delitos y secuestros. Aún así, los cargos se limitan a 120 privaciones ilegítimas de la libertad y cuatro homicidios», destaca Calvo. La asociación que representa forma, junto a otros organismos, el colectivo Justicia ya!, principal querellante.

El inicio del juicio no estuvo exento de polémica. El Tribunal Oral Federal 5 prohibió el acceso de los fotógrafos para evitar la difusión del mismo y de la imagen de Olivera, en libertad. Ante el aluvión de críticas, autorizó a trabajar a un reportero de la agencia Télam pero con restricciones. El presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, recordó a los jueces «la importancia de que la gente conozca lo que pasa». Dicho esto, otorgó al Tribunal plena libertad. «El rostro del imputado no es un problema, pero no se debe estigmatizar a una persona, porque toda persona es inocente hasta que se la declare culpable», argumentó.

Calvo, con amplia experiencia en juicios como éste -en el que declarará como testigo-, resalta «lo caótico» de estos procesos, prolongados en el tiempo a propósito. «Es muy probable que se mueran todos los acusados y testigos mucho antes de terminar los juicios. El de Olivera viene desde 1987. Con las leyes de impunidad, el proceso quedó suspendido. Cuando fueron anuladas casi dos décadas después, los jueces continuaron con los sumarios tal y como estaban, es decir, mantuvieron las mismas acusaciones, que eran mínimas. Olivera está acusado por muy pocas víctimas cuando son miles. Uno podría alegar que hubiera llevado mucho tiempo recabar las pruebas de esas miles de personas. ¡Pero, no, porque ya están! Desde que se dictaron las leyes de punto final hasta 2003, cuando se derogaron, muchas organizaciones e, incluso, el Estado fueron recopilando pruebas. ¡No nos quedamos de brazos cruzados! Era, por tanto, muy fácil completar el procesamiento. Con pedir a la Secretaría de Derechos Humanos el nombre y apellido de todos los secuestrados en Capital Federal, el número de víctimas hubiera ascendido por lo menos a entre 800 y 1.000. De haberlo hecho, estaríamos ante un juicio realmente representativo», remarca a GARA.

«El de Olivera es un ejemplo muy claro de lo que ocurre en las demás causas. No se está haciendo justicia, sino que están tomando muestras de forma aleatoria y arbitraria. Después de cinco años y medio, apenas hay unos pocos condenados», lamenta.

La cuestión de fondo es que «la gran mayoría de jueces y fiscales provienen de la dictadura o son cómplices de los genocidas; bien ideológicamente, o porque son amigos, socios o familiares. Con el juicio a los comandantes de 1985 y 1986, Raúl Alfonsín hizo creer que se estaba juzgando, pero en realidad, el país caminaba lenta pero de forma inexorable hacia la impunidad, como sucedió pocos años después», remarca.

«La forma de negar el genocidio -continúa- es no juzgarlo y, para ello, han mantenido a los jueces y fiscales que participaron en las torturas e interrogatorios en los campos de concentración e hicieron caso omiso de las denuncias de los familiares».

Uno de los jueces en la dictadura, Norberto Giletta es, desde hace veinte años, el abogado de Olivera. Se da la circunstancia de que, en una de las vistas, le tocó declarar a Luisa Exaltación Cordero de Gerzel, cuyo esposo desapareció en 1976. Ante la pregunta de la defensa de qué había pasado con el habeas corpus que presentó por su marido, la Fiscalía le tuvo que refrescar la memoria. Cosas de la vida, fue el propio Giletta quien lo rechazó. Su juzgado era conocido por ser el que más recursos denegó a los familiares de detenidos-desaparecidos.

«Desarmar toda esa impunidad, construida con tanta prolijidad, requería de una decisión política verdadera», insiste. Reconoce que si bien se han dado «algunos pasos muy impactantes y útiles, por sí solos no sirven para desarmar esta construcción, a la que le sacaron una de sus piedras fundamentales -las leyes de impunidad- pero nada más».

En este contexto, «el pequeño puñado de jueces que sí quiere investigar tiene la cabeza tan acotada que sólo procesa e impulsa la condena para aquellos que formaban la cadena de mando y para los poquísimos que fueron reconocidos por los sobrevivientes».

Con los ojos vendados, muy pocos pudieron reconocer a sus captores. «Uno se puede preguntar entonces cómo se les puede juzgar. La respuesta es muy sencilla: la mayoría de los campos de concentración funcionaron en dependencias oficiales -comisarías y cuarteles- que tenían un listado del personal que estaba a cargo de los prisioneros. Era el que torturaba, golpeaba, vejaba. Allí no había observadores neutrales, sólo victimarios y víctimas; ellos y nosotros. En Argentina, no hay ni un juez que aplique esto, que es tan claro como el agua. Por eso, digo que el edificio de la impunidad sigue en pie».

Julio López sigue desAparecido y el centro de arana en funcionamiento

En diciembre de 2008, 10.000 restos óseos aparecieron en el Pozo de Arana en La Plata. Uno de los sobrevivientes de este centro fue Jorge Julio López, testigo clave en el juicio contra Miguel Etchecolatz y desaparecido hace dos años y medio. «Lo secuestraron justo el día en que la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos iba a pedir la condena por genocidio, como así pasó. Fue un mensaje claro: `Hasta aquí llegaron'. Porque si los jueces empiezan a entender que esto fue un genocidio, entonces sí que peligra el edificio de la impunidad», afirma Adriana Calvo. López sigue desaparecido y en Arana «continúan trabajando algunos de los torturadores».

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