Koldo LANDALUZE

Ante la imposibilidad de haber podido disfrutar con la visión conjunta de este complejo y ambicioso díptico, nos conformaremos con el fuerte contraste distanciado que nos ha producido esta segunda entrega que se diferencia casi por completo de la anterior.

 

Si en “Che: el argentino” asistíamos a la victoriosa resolución revolucionaria de Cuba y los ideales de Guevara, en esta ocasión topamos con la imagen solitaria del individuo que perseverará en su indomable resolución por plantar cara al Imperialismo y a sus aliados bananeros. El precio de esta desigual batalla, bien lo sabía el propio guerrillero, es muy bajo si se tiene en cuenta el objetivo de su ideario.

 

Sin la ayuda de flashbacks y siguiendo una estructura lineal, “Che: guerrilla” aborda la misión difícil, nunca suicida, que el protagonista emprende en un entorno que se mostrará más abrupto, en todos los sentidos, de lo que preveía. En estos primeros compases, el espectador ya es consciente de un final trágico que no es posible desligar de los contratiempos políticos padecidos por el Che en su desigual pelea contra la incomprensión.

 

Muy oportunamente, Soderbergh se desliga del fragor revolucionario y plantea la historia como un viaje iniciático a través de un espacio natural abrupto que amenaza con devorar a quienes pretenden retarlo. Werner Herzog y Terrence Malick se asoman al doblar la esquina de cada arboleda y matorral que dictan la aventura emocional de un personaje que, físicamente, se mimetiza con su entorno y termina adoptando una fisonomía agreste y selvática. La caracterización de Benicio del Toro adquiere su dimensión verdadera y extrema en este estado de confusión y fiereza irreductible y nos regala una interpretación brillante que en momento alguno cae en connotaciones místicas tal y como lo certifica el tramo final de la película. Su última media hora de vida no es un vía crucis pasional, es el testimonio de un sacrificio y una victoria ratificada con el paso del tiempo.