Es el título que el ex primer ministro francés, Edouard Balladur, ha dado al dossier que ayer entregó a Nicolas Sarkozy. Ese proyecto de reforma de las colectividades territoriales se acompañará de dos anexos, uno sobre la financiación y otro sobre sistemas de escrutinio. Ambos aspectos suscitan un agrio debate en el seno de la clase político-institucional.

«Menos escalones quiere decir menos impuestos». Sarkozy recurrió a un argumento ciertamente populista para lanzar una reforma que se presenta como la pieza estrella de su ambicioso proyecto de transformación institucional. El enunciado vende bien en tiempos de crisis, pero el diablo está en los detalles. O, si se prefiere, en las pesadas inercias. No es casual que en otro debate que precedió a este «cortar y pegar» en el mapa hexagonal las dos grandes familias políticas estatales se aliaran para impedir una reforma del escrutinio, en clave proporcional, que habría permitido dar un mejor reflejo de la voluntad ciudadana en las instituciones.

Sobre el esbozo de mapa que se dibuja no es difícil percibir el impulso de un modelo de construcción europea que privilegia las grandes aglomeraciones urbanas y las regiones, entendidas éstas como un polo de servicios y como un atractivo imán para las transacciones económicas.

El Estado perdura como interlocutor oficial de Europa mientras a los ciudadanos se les plantea la adscripción a un emergente tejido de gestión y cartográfico que, casualmente, preconiza uniones que añaden nebulosa sobre colectividades diferenciadas y naciones sin estado.

El mapa administrativo se trazó en el Estado francés con la escuadra y el cartabón de un Estado que mira hoy desde el vértice de la pirámide a una base que, a priori, se compone de sujetos de derechos -cada vez más mermados en el caso de los ciudadanos e inexistentes para las comunidades históricas-, pero que a ojos de la Corte republicana es vista como una pesada carga que complica la toma de decisiones con la celeridad que a veces interesa.