Un viaje en el tiempo hacia aquellos tiempos pasados que fueron mejores
Imanol INTZIARTE Periodista
Mis anteriores visitas a La Catedral databan de hacía bastantes años. Ejercía de hincha visitante, ataviado con una camiseta azul y blanca que no despertaba precisamente las simpatías de la afición local. Ha transcurrido mucho tiempo. El miércoles, mitad vicio mitad trabajo, retorné a San Mamés. He de reconocerlo, fue memorable. Espero que no se me enfade nadie, pero acostumbrado a sufrir en Anoeta, lo de la semifinal copera contra el Sevilla me pareció un oasis en mitad del desierto. Me vinieron a la memoria los días de Atotxa, cuando noventa minutos antes del partido ya estabas en la grada, cuando estirabas el brazo y tocabas a los jugadores.
Confieso que mi intención original era, por si las moscas y como si me tratase de un presidente en el palco, festejar los goles hispalenses sin exteriorizar mi euforia. El plan fracasó. La magia de San Mamés me conquistó desde el calentamiento, empecé celebrando el gol de Javi Martínez, seguí saltando con los de Llorente y Toquero, continué cantándole a Del Nido y terminé sufriendo a la espera de que el árbitro pitase el final del partido.
Pese a que de regreso a Donostia me hayan llamado traidor, vendido y otras lindezas, no me cabe sino reconocer que la afición rojiblanca es, en general, de quitarse la txapela. Tuvo un comportamiento exquisito y llevó a su equipo en volandas. En realidad, se pudo comprobar que toda la ciudad estaba volcada con sus colores. No es que sufra del «síndrome de Estocolmo», como me han sugerido. Es más, ya vuelvo a ser el de siempre. Al menos, hasta el 13 de mayo.