Víctor Moreno escritor y profesor
La culpa no es sólo del mercado
En su habitual tono crítico, Moreno denuncia la hipocresía de aquellos autores que, siendo parte del «establishment» editorial, se permiten establecer relaciones de causa-efecto entre la primacía de criterios de mercado y la baja calidad de la literatura. Mercado y baja calidad de la que, en algunos casos, esos propios autores son el máximo exponente.
Es sorprendente que sean escritores y críticos, pocas veces los lectores, quienes denuncien la mala calidad de muchos de los setenta mil libros, más o menos, que se editan al año. Del mismo modo, resulta paradójico que se atribuya la mala literatura en general a esta hipertrofia de producción libresca. Porque, si algo garantiza esa explosión productiva, es, también, la posibilidad, y casi siempre la garantía de encontrar lo mejor y, claro que sí, lo peor de cada casa. Además, la fuente de donde mana el juicio negativo o positivo sobre esta literatura es sospechosa. ¿Cuántas novelas hay que leer del monto total para asegurar sin equivocarse que un tanto por ciento de ellas es una porquería? ¿Diez? ¿Cincuenta? ¿Lo sabe alguien? No. Ni siquiera un espécimen que fuera resultado de cruzar a Harold Bloom con Steiner.
El ámbito en el que se mueve este tipo de justificaciones y negaciones está abonado a la fácil sinécdoque, que consiste en obtener consideraciones universales partiendo de minúsculas informaciones particulares.
Convendría apaciguar nuestra ingenuidad y considerar que nos hallamos ante una historia particular de la industria literaria, expresión en la que el adjetivo desempeña la misma función que el de cultural cuando se aplica a la industria. Aceptemos sin complejos que no existe una cultura literaria; porque lo que hay es una industria que utiliza la cultura para ganar dinero. Tampoco hay un mercado del libro; hay un mercado. Olvidar que la industria editorial factura más de siete millones de euros al año y que exporta más de un treinta por ciento de su producción es falso idealismo.
El beneficio económico está en el principio y fin de todas las publicaciones, sea un tebeo, una novela de Joyce, una estampa de san Tarsicio o una encíclica de Benedicto. La proliferación de estudios de mercado, de publicidad y demás espectáculos, a los que se engloba bajo el marbete de promoción, demuestran que la industria cultural no es más que eso: industria. El mercado todo lo que toca lo convierte en producto: libros, escritores y serventesios.
Los alegatos contra el mercado de ciertos escritores y críticos suenan a rancia hipocresía. Porque tanto unos como otros serían un cero a la izquierda sin ese Saturno devorador mercantil. Demonizar el mercado es un lugar común, pero sería más higiénico y provechoso para la salud de la literatura denunciar los intereses endogámicos que determinan las alianzas de ciertos medios de comunicación con ciertas editoriales, escritores e intelectuales, a los que se eleva a categoría de vacas sagradas del actual establo literario, cuando no llegan a ni a terneros.
Ya va para unos años la celebración del VII Congreso de Escritores. En él, algunas plumas dolientes lamentaron la pésima calidad de los libros de los demás y, sobre todo, el hecho horrible de que alguien pueda considerar el libro como una mercancía en los tratados de comercio. En dicho congreso, Andrés Sorel afirmaba que «cuando la literatura depende del mercado, las grandes empresas arruinan a las pequeñas editoriales, que son las que priman la imaginación y la belleza». ¡Qué ilusión más amarga! ¿Existe, acaso, alguna editorial, grande o pequeña, que no dependa del mercado? En cuanto a que la imaginación y la belleza sean reducto exclusivo de las pequeñas editoriales está por verse y demostrarse. Hay que dar nombres, si no, el lamento nunca llegará a Roma, que diría Tito Livio.
Almudena Grandes aseguraba que «en España se edita no ya por debajo de la calidad, sino hasta por debajo de la dignidad». Tiene razón. Y, aunque yo no disponga como los obispos de una vara mágica para medir el relativismo moral y la dignidad de la sociedad, en el caso de la escritora, para demostrar objetivamente lo que ella asegura pondría como ejemplo fehaciente de esa bajura indigna sus propias novelas.
Los escritores que disparan contra el mercado se olvidan que están disparando contra sus propios compañeros de viaje. Y si los otros escriben obras tan indignas deberían ser más valientes y decir quiénes son estos pésimos escritores.
Estarían mucho mejor callados y dedicarse a lo que parece que saben hacer mejor: escribir. Pues no todo lo que publican M. Molina, Guelbenzu y Cercas, por poner a bote pronto unos nombres seguidos, no es una delicia padre, y madre, menos.
El escritor sabe que lo que vende y en la proporción en que lo hace lo es gracias al marketing, que incluye, en muchos casos sobresalientes, una publicidad engañosa y, por lo mismo, indigna.
Germán Gullón en su ensayo «Los mercaderes en el templo de la literatura», se preguntaba: «¿Qué hemos hecho los escritores, los críticos, los profesores, los lectores avezados, para suavizar el impacto del comercialismo culpable de tantos males?».
Tanto si se trata de suavizar como de erradicar dicho impacto, la respuesta, desde luego, está en el aire: nada. El mismo Gullón tampoco contribuye a mitigar dicho comercialismo si, como así parece, suele formar parte de jurados que ventilan «premios comerciales». El reproche no es original. Procede de un compadre suyo, Santos Sanz Villanueva, quien dice: «Ya se sabe que los grandes premios literarios comerciales tienen mucho que ver con el comercio y poco -casi nada- con la literatura». Así que, a buen entendedor, pocos sintagmas bastan.
No sólo estamos enfangados en una crítica inútil, que no sirve en modo alguno de filtro de la basura literaria ajena que, es cierto, arroja el mercado, sino que, para colmo, los análisis feroces contra éste se refieren siempre al mercado de los otros, nunca al sistema productivo del que se forma parte. Cuando Vidal Beneyto asegura que «el producto cultural no sólo ha sucumbido al destino mercantil de todo lo que cuenta en las sociedades actuales, sino que la proliferación y el poliformismo de sus usos la han convertido en una mercancía inevitable y trivial», tendría que reparar que él escribe en un periódico de Prisa, cuyas fenicias estrategias comerciales son, en relación con los libros, las mismas que él acaba de proscribir.
El hecho de que sólo importe el éxito económico, ¿hace que la literatura se degrade hasta esas cotas de indignidad? No. El hecho de que los públicos se construyan mediante estrategias estudiadas para concitar la atención en un número muy limitado de libros, ¿hace que de hecho los libros sean una basura? Tampoco.
Porque, ¿cómo demostrar que el mercado marca la estética de los escritores? ¿De qué escritores se está hablando? ¿Y de qué estética? Todos los posibles cambios estilísticos que pudieran observarse en un escritor a lo largo de su andadura literaria, ¿se deberían de forma exclusiva y excluyente a presiones y lobotomías exigidas por el mercado?
Tanto si la respuesta es positiva como negativa habría que demostrarlo con hechos y nombres. Si no, de nada serviría el lamento aunque sea de un cisne azul.