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Legitimar la violencia de Estado

En todas las culturas, y más concretamente en las que se definen como occidentales, existe el principio comúnmente aceptado del respeto por los muertos y por el dolor de sus familiares, un principio que incluye a todas las personas, sin excluir a los miembros de organizaciones armadas. Recordarlo parece algo obvio e innecesario, pero en Euskal Herria se ha convertido en imprescindible ante intervenciones como la realizada ayer por la Ertzaintza. Hace ya década y media que este cuerpo policial rompió todas las barreras éticas mínimas al cargar contra los familiares de Lasa y Zabala en el cementerio de Tolosa. Desde entonces las actuaciones policiales en actos de recuerdo a fallecidos se han convertido en algo rutinario, pero que en ningún caso puede ser calificado como normal. No lo es, y de hecho no hace falta recordar el escándalo mediático y las actuaciones judiciales que han sucedido a ataques menores a la memoria de otras víctimas.

El caso de Pasaia reúne elementos que hacen especialmente grave y doloroso el veto impuesto ayer. Se trata de una de las mayores matanzas policiales producidas en Euskal Herria, dado que se produjeron cuatro muertes. Ha pasado mucho tiempo, nada menos que 25 años. Nunca ha habido una investigación seria, ni culpables penales, ni responsable político alguno. Y el caso sigue abierto en los tribunales, lo que evidencia que la versión oficial sigue cayéndose por su propio peso.

En una democracia normal, a una policía, y más si se define como vasca, se le exigiría que ayer -y anteayer, y hace 5 años, y hace 25- estuviera en la bahía de Pasaia investigando aquellos hechos, pero la Ertzaintza acudió justo para lo contrario: impedir a familiares y vecinos recordar a sus muertos. Argumentará que actuó así para «deslegitimar la violencia», el lema con el que Patxi López desembarcará en Ajuria Enea pero que ha sido ya el motor del binomio Ibarretxe-Balza. Sin embargo, actuaciones como la de Pasaia no tienen nada que ver con deslegitimar violencia alguna, sino con otra cosa: legitimar la violencia del Estado, que segó cuatro vidas aquella noche del 18 de marzo de 1984.

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