CRÓNICA Una noche en la iglesia de Intxaurrondo
Decenas de «sin techo» superan el invierno al calor de Hotzaldi
Vladimir responde con una media sonrisa cuando oye la palabra de moda. «¿Crisis? ¿Qué crisis? Mi crisis dura todo el año». Lo dice mientras cruza la puerta de una iglesia convertida en santuario de los «sin techo». Un eufemismo que nombra a quienes sin iniciativas altruistas como Hotzaldi seguirían teniendo que pernoctar al raso, bajo las estrellas que rara vez se dejan ver en el cielo de Donostia.
Gari MUJIKA
Como el propio nombre indica, la iniciativa Hotzaldi sólo abarca el periodo invernal. A finales de marzo ha cerrado sus puertas hasta el próximo curso. Ubicada en una iglesia en desuso del barrio donostiarra de Intxaurrondo, cedida por las monjas que conviven en el edificio contiguo, Hotzaldi cobija cada noche a unas 40 personas, 40 hombres y mujeres que durante esa noche al menos no engordarán el grupo que ya supera el centenar en Donostia y para el que cada noche su única cama es la calle y su único techo, el cielo.
Rumano de 38 años y con dos hijos que no ve desde hace años, la historia de Vladimir podría ser la de cualquier «huésped» de Hotzaldi. Y es que todos llevan la mochila cargada de las vicisitudes de una vida difícil, que les ha llevado a tener que pedir ayuda para intentar dejar de ser nómadas urbanos. Ingeniero técnico por estudios, militar por obligación, Vladimir llegó a Euskal Herria en busca de un futuro mejor. Estudió para ser marino, y lo fue durante años, hasta que el trabajo en la pesca comenzó a escasear. Cursó estudios de formación, «pero es muy difícil». Y más si eres extranjero. Pero no por ello decae.
Otros lo tienen todavía peor. Los que aún no cuentan con «papeles» no pueden encontrar trabajo, y a su vez no obtendrán ese certificado sin contar con un empleo. Es la pescadilla que se muerde la cola. Además, ya no sirve sólo con tener trabajo, sino que deben mantenerlo durante los trimestres en los que se lo exijan. Por ejemplo, entre enero y marzo, u octubre y diciembre.
Otro marino, Héctor, argentino, es por contra de los que prefieren ver el vaso más lleno que vacío. «No, no. Nosotros no tenemos crisis. Tenemos una cama con mantas y caldo cada noche», responde entre carcajadas mirando a Mario. Angoleño de nacimiento y portugués de sentimiento, Mario se prepara para regresar a Lisboa, pero ya ha prometido que en noviembre, con la reapertura de Hotzaldi, estará de vuelta. Dice que regresa para poder trabajar.
Joxean, Mustafá, Ahmed...
La conversación discurre tranquila, mientras juegan al ajedrez. Mario explica que perfeccionó su juego con las jugadas que cada domingo ofrece en sus últimas páginas el suplemento de GARA, ``Zazpika''. Y no parece mal maestro, ya que no hay nadie que le haya podido ganar. No al menos esta noche.
Marroquíes, senegaleses, argelinos, colombianos... pero también estadounidenses, gallegos, andaluces... y vascos como Jon, de Bergara. O Joxean, de Gaztelu, que también entre risas narra que a él «el ERE» tan de moda ahora le tocó con la separación de la que era su mujer.
De todos los lugares y procedencias, se encuentran cada noche en Intxaurrondo. Y, cada noche, la iniciativa que desarrolla Cáritas con la colaboración de organismos sociales como Aterpe, Cruz Roja, Rais y Laguntza, cuenta con voluntarios y voluntarias -en torno a 60 durante el año-. Sólo con escucharles, ofrecen el contrapunto a la incomunicación a que se ven abocados.
Aunque el Ayuntamiento de Donostia también ofrece un servicio similar, no cuenta con ningún mecanismo ni proyecto eficaz que evite que cada noche más de cien personas tengan que dormir en la calle. Y no será precisamente por falta de medios económicos.
Ellos y ellas sí sufren esa carencia de recursos que les aboca a la calle. La actual crisis pasa factura añadida. En Hotzaldi se pueden encontrar donostiarras, y guipuzcoanos en general, que se ven forzados a pedir ayuda a Cáritas por no tener dónde pasar la noche, aunque su aspecto físico pueda llevar a pensar que no tienen problemas.
Otros, como el argelino Rashid, tienen incluso una hija nacida aquí. Su mujer, vasca, ha sido ingresada en Proyecto Hom- bre, un lugar que él también conoce de primera mano. Pero tampoco pierde el ánimo. «La vida sigue su curso, y todo, absolutamente todo, puede cambiar», insiste una y otra vez, regalando una de sus mejores sonrisas y exponiendo su propia teoría política, basada en las banderas: «¿Qué colores tiene la ikurriña? Rojo, blanco y verde. Y, ¿cuáles son los de Palestina, Argelia, Irlanda o Sáhara? Rojo, blanco y verde. Por algo será».
Mientras, aparece Mustafá, musulmán ferviente. Reparte las galletas que ha conseguido entre las tres mesas donde se sientan los nuevos inquilinos de Hotzaldi. Luego regresa a su cama y vuelve a rezar a Alá, no antes sin saludar e interesarse por todos y cada uno con los que compartirá cobijo en Intxaurrondo.
Ahmed, por contra, sólo tiene 21 años, y vino hace ya cinco a Euskal Herria. Es el mismo tiempo que lleva sin poder ver a su madre. Sólo con mencionarlo se le humedecen los ojos. Con él se encuentra Bienvenu, un congoleño de la misma edad que repite que en breve se marchará a Holanda, con su familia, con la esperanza de poder encontrar algún trabajo. Insiste en que los vascos son muy trabajadores y que aquí sin un empleo no eres nadie. En cambio, recuerda los años que vivió a saltos entre distintos países europeos y donde, según dice, era más fácil la vida que aquí y ahora.
Abdelaziz, otro joven marroquí, ha pedido a los voluntarios que por la mañana lo despierten a primera hora. Explica que irá a Eibar en busca de trabajo, ya que sabe que allí hay mucha industria. Espera tener más suerte que en Donostialdea.
Pero la exclusión y la marginación social también acarrean nuevas problemáticas, como el alcoholismo o la drogadicción en general. Enfermedades con las que también tienen que convivir cada día, bien en Hotzaldi o en el resto de las horas de la jornada que pasan en las calles de la capital guipuzcoana.
La huida de María
La violencia de género también ha llevado a personas con buen estatus social a pernoctar en Intxaurrondo. Ya no está en Donostia, pero lo estuvo durante largos meses. María, una gallega que pasó su infancia en Asturias, llegó a La Rioja después de casarse. Con el paso del tiempo, la relación se enfrió y ella conoció a otra persona. Una noche, después de cenar con su nuevo compañero, un coche frenó en seco a la puerta del restaurante, justo cuando María y su acompañante lo abandonaban. Del vehículo descendieron tres personas; entre ellas, el que fuera su marido. Apalearon al hombre e introdujeron violentamente a la mujer en el coche. La llevaron a una vivienda de Logroño, donde María estuvo tres o cuatro días encerrada, maniatada, y fue violada repetidas veces por sus captores. En un descuido, logró escaparse. Anduvo, descalza y casi sin ropa, durante dos días hasta que llegó a un pueblo de Nafarroa y pudo pedir ayuda.
Su siguiente estación fue Hotzaldi. Cáritas la ayudó hasta que llegó el día en el que la vida volvió a sonreírle y pudo empezar a rehacerla.
Casos como éstos y otros aún más duros conviven cada noche en el «santuario», pero pasan desapercibidos a cualquier hora por las calles de la capital guipuzcoana. Hotzaldi ha cerrado hasta noviembre y seguramente la calle será ahora su techo. El Ayuntamiento no prevé solución para esta problemática social que, a la vista está, no distingue de procedencias, edades, sexos, razas, credos ni nacionalidades.