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Raimundo Fitero

Sin diagnóstico

Las circunstancias obligan a relacionarse con las programaciones de maneras muy especiales. Por ejemplo, «Doctor Mateo» es una de esas series que por unas razones u otras nunca acabo de ver un capítulo entero y que cada vez que recaigo en su emisión me parece estar en el mismo sitio, como si en cada entrega existieran una serie de localizaciones en las que suceden escenas muy parecidas. Estas cosas no es que sucedan de verdad, simplemente el que mira, de manera fragmentaria además, las percibe así. O peor aún: las resucita en palabras de esta forma, porque, lo que debería decir, es que siempre pasa la serie de una manera ligera, sin que sienta ninguna necesidad para quedarme, ni para interesarme de sus cuitas, pese a sentirlo reconocible.

Por lo tanto, dejaremos sin diagnóstico esta serie hasta que logremos por obligación o por devoción ver una entrega completa. Y si se repite la misma reacción es que somos incompatibles el actor que da vida al doctor y el espectador que ve en ese actor al tabernero de otra serie que ya no se emite. Esta simbiosis entre actor y personaje es bastante habitual, es uno de los grandes peligros de los éxitos televisivos y si es cierto que sirve para andar un buen trecho de popularidad y de referencia, acaba siendo un estigma que es difícil de sacarse. Bueno, no. Si debajo del olor está la albahaca, debajo de un personaje debe existir un actor capaz de ser la mata de los próximos olores que necesite su personaje.

En la muerte de Corín Tellado se vuelve a presentar la necesidad de analizar su auténtica influencia. Dicen que escribió más de cuatro mil novelas. O sea, cuatro mil folletines, escritos con unas docenas de palabras, con estereotipos y consejas bastante insoportables a la luz de la idea moral y sexual actual. Esa coletilla de que era la escritora más leída, después de Cervantes, es un tópico, una manera de expresarse, de hacer una comparación vergonzosa e indemostrable. Y su valor literario yo lo coloco en el limbo, es decir sin diagnóstico, porque, al parecer, debo ser de los pocos seres humanos que jamás ha leído enteramente uno de sus folletines. Me daban risa o me encolerizaban.

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