Análisis | Revuelta en Bangkok
La última crisis en Tailandia se ha cerrado en falso
Las protestas de los «camisas rojas», la reacción del Ejército y, sobre todo, la presencia de la poderosa monarquía tailandesa dejan en evidencia una situación de permanente crisis institucional, política y social cuyas repercusiones finales son imprevisibles.
Txente REKONDO Gabinete Vasco de Análisis Internacional
La creciente polarización en Tailandia, visible en el último episodio estos días de su permanente crisis política, está haciendo añicos la imagen de destino turístico idílico y de sociedad armónica que se tiene de aquel país en Occidente.
Tailandia ha estado dirigida y controlada por una alianza de fuerzas que se resisten a cualquier cambio o democratización. Los generales «ultra-monárquicos», junto a una judicatura conservadora, los burócratas y empresarios, así como buena parte de las clases medias urbanas, son el soporte de este sistema presidido por una monarquía que prefiere quedar en un segundo plano, pero que es en definitiva la que ha tejido esa compleja red de aliados, al tiempo que se ha vestido con una imagen idílica.
Los falsos estereotipos son otra característica de Tailandia. Durante mucho tiempo se ha querido ocultar sus profundas divisiones sociales y políticas con falsos mitos como la permanente sonrisa (falso sinónimo de felicidad) de sus gentes, la importancia del budismo como eje de una sociedad armónica, una sociedad pacífica y una unidad nacional irrefutable (ocultando aquí también la difícil situación que viven las minorías, o las protestas de los musulmanes del sur del país).
Los acontecimientos de estos últimos años han roto en buena medida esa falsa realidad, y ahora podemos ver cómo ni el pueblo está tan unido ni sus actuaciones son tan pacíficas. Además, las recientes protestas han contribuido a tirar por tierra toda una serie de tabúes que imperaban en aquella sociedad.
La cruda realidad que se oculta tras los catálogos turísticos nos presenta un país dominado por una alianza de «patricios» que se han preocupado de perpetuar su propia ley en su beneficio, no dudando en intervenir (el Ejército y el rey) de todas las formas y maneras (golpes de estado, maniobras de todo tipo) para asegurarse que cualquier cambio democrático no altere su posición, permitiendo ciertas mejoras pero siempre bajo el prisma de un mediocre paternalismo, con la monarquía protegida por una arcaica ley y un sistema amañado.
Las constantes maniobras de la élite política y social han ido acrecentando la represión de las demandas populares de cambio, sobre todo a partir de 2006, lo que ha derivado en cierta medida en la actual crisis que ha ocupado las calles del país.
Las movilizaciones de los llamados «camisas rojas» son, en cierta medida, el fruto de esa impotencia popular a la sucesión de arbitrariedades e imposiciones de la clase dirigente. Los lemas que se han escuchado en las calles tailandesas reflejan esas demandas: «Somos el pueblo, luchamos por la democracia, contra las clases dirigentes».
Este movimiento que algunos quieren presentar como de apoyo a la figura del antiguo primer ministro Thaksin Shinawatra, va más allá. Si bien es cierto que bajo el mandato de Thaksin los sectores más desfavorecidos recibieron por primera vez atención a sus demandas y lograron cambios importantes, la controvertida figura del citado político no es el eje central que uniría a este movimiento.
La sensación de que su voto servía para algo, y que su participación política y electoral podría por fin reportarles los beneficios y parte de la justicia que durante décadas han venido demandando sería el motor de esos amplios sectores de la sociedad marginados durante tanto tiempo por un sistema creado para defender los intereses de las clases dominantes.
Los principales actores han mostrado con bastante claridad sus cartas. El primer ministro, Abhisit Vejjajiva, a pesar de haber evitado un baño de sangre, ha sido incapaz de cumplir su promesa de reconciliar a la dividida sociedad y además, ha aumentado el rechazo popular a la forma de elección que le aupó al puesto que ocupa.
Mientras que la Policía ha sido claramente ninguneada, el Ejército tailandés ha mostrado su posicionamiento y su actitud de doble rasero ante el pueblo tailandés. Si su pasividad y colaboración en las movilizaciones pasadas protagonizadas por los llamados «camisas amarillas», los sectores que pretenden seguir controlando el país, fue la tónica general en el pasado, en esta ocasión no han tardado en actuar contra los manifestantes. Alegan para ello la suspensión de la cumbre de la ASEAN y las pérdidas económicas por las protestas. No aplicaron los mismos parámetros durante las ocupaciones de aeropuertos y calles por parte de las fuerzas monárquicas en los meses anteriores, que provocaron grandes pérdidas económicas y de puestos de trabajo.
La alianza amarilla no oculta sus pretensiones de mantener los privilegios, defendiendo un parlamento donde el 70% sea nombrado por ellos, ya que «la democracia representativa no es viable para Tailandia».
También Shinawatra ha movido fichas estos días. Algunas fuentes apuntan a que estaría buscando un acuerdo con los dirigentes actuales para recuperar su fortuna, bloqueada por las autoridades tailandesas, y todo ello a cambio de abandonar cualquier participación en la vida política del país.
Otro punto a tener en cuenta a futuro es la monarquía tailandesa, un mecanismo oscuro y complejo que controla a través de múltiples redes el país, al tiempo que logra transmitir una imagen de «absoluta adoración» popular. Sin embargo, las cosas parecen haber cambiado y el debate que se asoma puede trastocar seriamente sus deseos.
Todas las movilizaciones anteriores (los movimientos estudiantiles de los setenta, las manifestaciones antimilitares de 1992, y las más recientes de los «camisas amarillas») han estado presididas por retratos del rey. Sin embargo, tras las movilizaciones de esta semana parece haberse abierto un nuevo debate, y la ausencia de imágenes de la monarquía puede reflejar un punto de inflexión en el debate político de Tailandia.
El aumento del rechazo a un sistema controlado por una monarquía caduca y por sus aliados puede ser el germen para la articulación de un movimiento que puede incluso recoger algunas de las demandas que en su día exigieron los movimientos estudiantiles y el propio Partido Comunista de Tailandia.
El final de la monarquía (la sucesión del actual monarca, de 81 años, es otro factor importante) y de la aristocracia dominante pueden ser los ejes centrales de las próximas protestas que sin duda alguna aflorarán en este país asiático. A las divisiones entre zonas rurales y urbanas, entre pobres y ricos se suman las que enfrentan a partidarios y detractores de la monarquía.
Las pancartas que se han visto estos días («No somos siervos, somos ciudadanos», «Estamos en el siglo XXI, no en la Edad Media» o «Todos los tailandeses somos iguales bajo una misma ley»), son un claro indicativo del debate tailandés en el futuro.