Tras su exitoso coqueteo con los universos imaginados por Isaac Asimov en «Yo, robot», Alex Proyas ha apostado por un filme muy ambicioso en su contenido e intenciones. Secuencia a secuencia, «Señales del futuro» se convierte en el ideario perfecto para cualquier conspiranoico que suspira por la concatenación de fenómenos y secuencias regidos a capricho matemático y evangélico por algo -o alguien- superior al ser humano.

En beneficio de Proyas, cabe destacar su valentía y habilidad a la hora de mover los hilos y resortes que mueven este juego metafísico de despistes y sobresaltos apocalípticos que, contra todo pronóstico, no abusa en exceso de la técnica y delega el protagonismo en un discurso interesado sobre los efectos del determinismo y la casualidad. La filosofía, la ciencia y la religión en manos de este autor adquieren un significado menos interesante que el aportado por los visionarios hermanos Wachowsky en su referencia «Matrix» y los trasforma en un intencionado juego de espejos distorsionados y reflejos impredecibles.

En su intento por no caer en el más flagrante de los ridículos, el autor de «Dark City» anima la función con un guión bien elaborado que oculta sus evidentes carencias mediante un ritmo frenético que dificulta intencionadamente al espectador en su afán por descifrar los códigos que anuncian la inevitable hecatombe final.

Películas como «Señales del futuro» sirven para reivindicar al injustamente apaleado M. Night Shyamalan; un cineasta que en películas como «Señales» o la más reciente y mucho más interesante «El incidente», hace mucho más creíbles las teorías más desorbitadas y, quizás, más razonables. Para colmo de males, contamos en escena con un Nicolas Cage que vuelve a lucir su rictus de cordero degollado en cada una de las secuencias catastróficas a las que asiste. Llegados a este punto, contar con un actor tan limitado como Cage lastra por completo todas las buenas intenciones que pueda albergar esta película cuyo final merece un capítulo aparte.