El actual modelo de integración europeo ofrece claros síntomas de agotamiento
De quince a veinticinco, y después a veintisiete, es un gran salto, y la Unión Europea aún lo está digiriendo. La mayor ampliación de la historia de la integración europea tuvo lugar el 1 de mayo de 2004, con la adhesión de Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Eslovenia, Chipre y Malta. Dieciocho meses después llegarían Rumanía y Bulgaria, abriendo la puerta a eso que algunos llaman desde entonces «la fatiga de la ampliación» y otros prefieren denominar «periodo de reflexión». De hecho, la Unión se encuentra hoy en un periodo de reflexión general, motivado tanto por las dudas sobre el futuro del proceso de ampliación como por la crisis institucional que puede reventar si los irlandeses dicen nuevamente «no» al Tratado de Lisboa en otoño, pero también debido a la desunión de los 27 al abordar las últimas crisis (la económica, la de Georgia, la de la gripe...). Y en ese contexto llegan, dentro de un mes, las elecciones al Parlamento Europeo, cuyos nuevos miembros accederán a los escaños con una legitimidad cuando menos discutible, derivada de la enorme abstención anunciada. Y aún queda por resolver el futuro de la Comisión (mero gestor, ahora mismo), que verá prorrogado su mandato varios meses hasta que se despejen las dudas sobre el Tratado de Lisboa.
Esta Unión a Veintisiete es cada vez más intergubernamental, por mucho que las sucesivas reformas de los tratados sugieran que se está profundizando en la comunitarización de las políticas. Por mucho que el poder de codecisión (junto con los estados) del Parlamento Europeo se vea reforzado y nazcan nuevas figuras institucionales (de incierta personalidad aún) si el Tratado de Lisboa entra finalmente en vigor. Pero eso tampoco solucionará el problema de timón y de eficacia que padece la Unión. Se nos dirá que la maquinaria institucional funciona, que el volumen legislativo adoptado aumenta año tras año, pero nada se dice sobre cómo está funcionando realmente la Unión en términos de gobernanza real. Y los 27 funcionan hoy en términos claramente intergubernamentales, a golpe de una inflación desconocida de cumbres, minicumbres, reuniones de diferentes grupos en diferentes fórmulas y formas, y una saturación increíble de encuentros gobierno-gobierno en el seno de las instituciones europeas. Hoy no existe una sola institución comunitaria que ejerza realmente como tal: los intereses estatales son tan grandes incluso en la Comisión y en el Parlamento que el interés común es una palabra que viste mucho, pero ya no engaña.
Coexisten tantas velocidades dentro de la Unión que difícilmente es ya reconocible el espíritu de la arquitectura que surgió de Maastricht. Lejos quedan ya las salvas lanzadas a favor de una Unión más política, sugeridas en la cumbre de la ciudad holandesa y proclamadas falsamente en los tiempos efímeros del fallido Tratado Constitucional. Desde entonces, la comunitarización de políticas que afectan e interesan a los europeos llegan sospechosamente siempre con los apellidos «seguridad» y «policía». Lejanos son los días en que desde el Parlamento se producían informes sobre cuestiones realmente políticas, sobre ciudadanía o sobre subsidiariedad; lejanos los días en que los valores sociales del norte, por ejemplo, eran pretendidos por una mayoría de socios. Hoy es el momento en que el mito europeo, sustentado aún hoy en la idea de que es garantía de paz en el viejo continente, puede no ser suficiente para garantizar la continuidad de un modelo acotado cada vez más a la regla del mínimo común denominador.
Las elecciones al Parlamento no harán sino profundizar en la herida y la tirita que podría significar la ratificación final del Tratado de Lisboa no alteraría sustancialmente el diagnóstico final. El modelo de integración actual se agota: la inacabada digestión de la ampliación de 2004 es un síntoma más. Los ritmos de integración son demasiado diversos en el seno de la Unión, al concepto adormecedor del llamado «modelo social europeo» le pueden reventar todas las costuras, el centro de gravedad está cada vez más alejado de la idea europea, las dudas sobre el rumbo a seguir crecen (Croacia espera, pero más allá todo es incertidumbre), y la UE es más atlantista (y quizás menos europeísta) que nunca. Cinco años después de una ampliación que Alemania y compañía aprovecharon mucho antes del 1 de mayo de 2004 («comprando» sectores económicos completos en Polonia, por ejemplo), la Unión sigue preguntándose sobre su futuro y sus fronteras, y sobre cómo estabilizar su arquitectura institucional, lo cual, más o menos, viene a ser el reparto del poder entre los estados miembros y entre las instituciones. Merkel exigía precisamente una fase de consolidación de la Unión «en términos de integración» antes de abrir de nuevo la puerta (y eso que el siguiente es, como hemos apuntado, Croacia, un buen aliado para Berlín). No es sólo el rumbo; es, además, el presupuesto (quién contribuye, cuánto y para qué; y quién recibe, cuánto y para qué), la cohesión, el ya mencionado reparto del poder (nuevas mayorías para la toma de decisiones, y las subsiguientes minorías de bloqueo) y el modelo de integración lo que está en juego. Eso, y cómo afecta todo ese proceso a Euskal Herria.