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Antonio Álvarez Solís periodista

Nación, estado y bienestar

Álvarez Solís equipara los estados con los grandes saurios del Paleolítico, condenados a enfrentarse como poderosos depredadores que apenas encuentran espacio vital en este mundo globalizado para sus pretensiones expansivas. ¿La alternativa? Las naciones como esperanza para el ser humano, «aunque haya que pasar por cierta depuración bacteriana».

En el mundo de los conceptos morales hay un momento crítico en que un determinado concepto se vuelve dual, es decir, adquiere un doble valor, con lo que se convierte en ambiguo y tiende a destruirse. Por ejemplo, el concepto de democracia. El gran problema vital que tiene planteado de un modo muy agudo el mundo de nuestros días es precisamente la determinación de lo que sea democracia. El sociólogo yugoslavo S. Stojanovic centra este asunto con mucha precisión: «La palabra democracia es de las que se utilizan con más frecuencia y peor. En las violentas luchas de propaganda ideológica que transforman el mundo, cada bando se esfuerza, apelando a la carga emotiva que encierra esta palabra, por desacreditar a su adversario y por presentarse a sí mismo bajo el mejor aspecto posible, ya que esta expresión (la democracia) encierra un poder de impacto casi mágico».

Y añade: «Para que el campo de aplicación de la democracia pudiera ampliarse, el sistema de propiedad y, en consecuencia, el conjunto del sistema socioeconómico, tendría que transformarse de arriba abajo. Sólo un sistema que esté fundado sobre la propiedad social está capacitado para extender la democracia al conjunto de la sociedad».

Es decir, la democracia no puede reducirse hoy a un mecanismo estrictamente político, a la expresión electoral, actualmente gobernada por fuerzas encaminadas a producir simples imágenes para determinar el ocupante del poder. Esta levedad epidérmica de la democracia hace del ejercicio electoral algo desgajado de las pretensiones reales de la ciudadanía, por lo cual la estructura política se va curvando sobre si misma hasta anular el tiempo histórico de esa ciudadanía, que acaba expulsada de su real capacidad democrática. Dicho de modo sintético cabe afirmar que estamos, pues, ante dos concepciones de la democracia, la democracia del poder, excluyente de las masas, y la democracia preconizada por estas masas, que solamente puede realizar su afán democrático mediante formas de lucha que introducen dinámicas inevitablemente violentas. Puede concretarse aún más este juicio añadiendo que ambas formas de democracia expresan, de una parte, la democracia propia del estado, que se acaba replegado sobre sí mismo en una determinación de élite y, contrariamente, la democracia de la nación, que es una democracia únicamente pretendida, con toda la intención ideológica que esa combatida pretensión expresa.

Dentro de esa contradicción entre ambas democracias, una inauténtica y otra impedida, aparece la violencia como única forma de contacto. Eso es lo que caracteriza al momento actual. Al fin y al cabo hablamos de lucha de clases, en este caso de lucha entre la clase que ocupa el poder, para sostener una sociedad de intereses singulares, y la clase popular, desposeída y viviendo la tragedia de producir los bienes, materiales e intelectuales, que le son arrebatados. Hablamos concretamente de una clase censitaria y encerrada en sí misma y de una clase que da vida a toda la estructura social, pero sin derecho a conducir esa estructura.

Pudieran resumirse todas estas sugestiones, tan levemente manifestadas aquí, con una ecuación cuyos términos serían los que expresan el poder y los que manifiestan la nación. La nación suele vivir en los antípodas del estado, a no ser que esa nación haya sido metabolizada y convertida en estado, como es la nación española, en cuyo caso su energía alimenta a los poderes dominantes. Digamos de paso que esto da lugar a naciones contaminadas por el estado y a naciones que conservan el vigor preciso para llevar a término la lucha por la democracia popular, como es, en nuestro caso, la nación vasca o la nación catalana. No se trata de que estas dos naciones contengan virtudes extraordinarias para referir a ellas un futuro protagonismo en la regeneración democrática sino de afirmar que su vida en lucha con el estado dominante las hace sujetos adecuados para protagonizar una depuración política que haga realidad la auténtica democracia.

Alcanzada esta cota dialéctica hay que determinar si una nación carente de estado puede vivir convertida en protagonista de sí misma. El maldito ensalmo de la globalización ha permitido que muchos seres confundan la vida con el volumen del poder y que no crean posible la vida sin ser administrados por ese poder.

Y esa vida, digamos de antemano, es posible y aún más rica si se la libera del poder estatal, que reduce las energías creativas y condiciona su funcionamiento mediante la asfixia política. La verdad es que catalanes y vascos se han proyectado sobre el mundo a contrapelo del Estado español, aunque, por un reflejo condicionado, una parte sustancial de la minoría dirigente de las naciones catalana y vasca haya preferido la integridad estatal española que finge revestir a esa minoría de una grandeza territorial e institucional. Esa minoría ha cultivado en su recaudo narcisista la idea de que estado equivale a grandeza y poder de control sobre el aparato productivo. Lo primero, absurdo, y lo segundo, punible.

Una de las cosas que demuestra con mayor claridad el desarrollo de la crisis actual es que el poder se vuelve más imperativo cuanto mayor es su volumen y su alejamiento geográfico de las masas. La globalización ha sido el vehículo para construir ese volumen aplastante y el medio para poner lejanía entre la capacidad decisoria de un pueblo y el poder en todos los sectores, incluido el económico. Son ya muchas las voces que solicitan que el futuro económico busque su eficiente núcleo operativo en una política que pueda conectar realmente poder y calle. La comunicación eficiente entre producción y consumo, por ejemplo, no pasa por mantener estructuras monstruosamente costosas y complejas sino por recuperar una relación orgánica y próxima entre productores y consumidores, con la menor ingerencia de intermediarios y de resortes financieros. Ello no conlleva aislamiento entre las distintas realidades nacionales, como alegan los dogmas globalizadores, sino una interconexión mucho más responsable socialmente y mucho más humana por tratarse de una comunicación entre factores que recuperan la esencia de la igualdad y proceden con arreglo a la libertad decidida desde el seno nacional.

La muerte del sistema capitalista al transformarse en una ecología de grandes saurios nos lleva a pensar en la teoría paleolítica que explica la desaparición de aquellos enormes seres por el punto crítico a que llegó su gran peso, que los convirtió en depredadores de las posibilidades alimentarias, de convivencia social y de ubicación que agotaron decisivamente su existencia. En ese punto está la especie humana. Y en torno a ese punto ha de reconstruir sus posibilidades de existencia materiales y políticas. Los estados son los grandes saurios que no caben ya en el mundo con su poder que tiende a concentrarse mediante su propia e inevitable eliminación mutua. Y las naciones son los entes que han de recuperar la vida de los seres humanos, aunque haya que pasar por cierta depuración bacteriana, empezando por el narcisismo que ha hecho de nuestra vida una carrera alocada hacia ningún sitio. Sobre ese narcisismo, del que ha enfermado la humanidad por seguimiento ciego de los prebostes, dice el Premio Nobel Berd Binnig: «Hace tiempo que los psicólogos saben que el narcisismo no sólo tiene que ver con el egoísmo, sino que consiste más bien en un odio hacia sí mismo. Cabría afirmar que no hay nadie que pueda curar desde fuera al paciente de narcisismo». La frase quizá parezca retórica, pero es utilizable para reflexionar sobre la libertad, el bienestar y el comercio.

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