Joxean Agirre Agirre Sociólogo
Símbolos y orgullo
Siguiendo al psicoanalista francés Jacques Lacan, el autor reivindica el valor de lo simbólico que, junto a lo real y lo imaginario, constituyen el pensar humano. Agirre realiza un repaso de los frentes abiertos en la guerra por los símbolos desatada entre los vascos y los estados español y francés, para concluir que «no están en juego un puñado de decisiones caprichosas, sino la configuración de la ideología y el condicionamiento de la acción social». Por ello defiende una «defensa numantina frente a la ofensiva ideológica estatal»» una defensa que bien puede empezar con el puño en alto, «el símbolo que más les aterra».
Pocas cosas concitan mayor carga emocional que los símbolos. Sean aquellos de los que cada comunidad se dota, sean los impuestos. Afecten a las leyendas o a las personas, al deporte o a la política, a la cultura o a la música. Los cuernos luminosos adornando miles de cabezas en el último concierto de AC/DC, las banderas rojiblancas de la afición del Athletic en Valencia, el titanio del Guggenheim, el paraguas de Celedón o la mano divina de Maradona desquitando a sus compatriotas de la guerra perdida en Las Malvinas. Se me ocurren miles, y cada uno de ellos ha desbordado todos los cauces de la previsibilidad.
En Euskal Herria no hemos sido ajenos a las pasiones desatadas por los códigos de signos propios y ajenos. Tras la guerra de 1936, la Iglesia vasca primó el culto al santoral hispano en detrimento de los símbolos tradicionales del confesionalismo nacionalista vasco. La virgen del Pilar, Santiago o el Sagrado Corazón de Jesús apearon de los altares a las vírgenes de Begoña o de Arantzatzu, en aras de la unificación nacional y de la grandeza simbólica de España, corta en hechos y muy larga en dimes y diretes.
La ikurriña se convirtió en el hilo conductor de la reivindicación de la nación vasca en el último tercio del franquismo. La resistencia vasca supo canalizar el despertar de su Pueblo, armada de tres letras y tres colores. Hoy perdura el sueño, las siglas y el espíritu de lucha que alberga la ikurriña. Por su parte, Joseba Elosegi acercó el fuego de Gernika al dictador en 1970, cuando Franco disfrutaba de un partido de pelota en el frontón donostiarra de Anoeta. Años después, en 1972 y 1975 respectivamente, Nguyen Van Dong y Jacques Andreu se inmolaron en solidaridad con los refugiados políticos vascos el primero, y en protesta por las condenas a muerte que pendían sobre las cabezas de Tupa, Txiki y Otaegi, el segundo. El fuego solidario, las fogatas del solsticio de verano, los pebeteros encendiendo la noche cada 27 de septiembre, forman parte del capital simbólico de la nación vasca.
Pero no hay que trepar monte arriba en la memoria para apreciar el valor político de los símbolos. Basta con rastrear las diez principales noticias de la actualidad, para que los muelles de la represión estatal salten al unísono y dejen a la vista el valor intrínseco de la simbología. España y Francia llevan siglos convirtiendo en irrespirable el aire que nos envuelve, pero no siempre nos asfixian con la burda soga al cuello. La confrontación también se palpa en el ámbito de lo simbólico, auténtico taller de la represión moderna y democrática.
El Gobierno navarro acaba de querellarse contra el alcalde de Atarrabia por haber colocado la enseña vasca en la plaza consistorial, a pesar de que fue la Sociedad de Estudios Históricos Atarrabia 2009 la promotora de la iniciativa. El Parlamento foral aprobó nada más y nada menos que una «Ley de símbolos» en 2003, con el objeto indisimulado de impedir o, en su caso, perseguir penalmente que la ikurriña ondease en Nafarroa Garaia.
Idéntico celo muestran los juzgados en la persecución de la memoria y recuerdo de personas que perdieron la vida luchando contra la dictadura franquista o las injusticias cotidianas, heredadas de un régimen cuyos hijos y nietos sostienen hoy de facto. Asistimos, entre incrédulos e indignados, a la retirada del registro municipal y de las calles y plazas de los nombres de Eustakio Mendizabal, Jon Paredes, Angel Otaegi, Joxe Manuel Ariztimuño, Joxe Arregi, José Luis Geresta... Se arrancan de cuajo placas y monolitos colocados por iniciativa municipal o popular, asegurando que «ofenden» a las víctimas. De hecho, el afán por agraviar nuestra memoria histórica llega hasta extremos insoportables. En Zizurkil, después de que durante más de dos décadas la Guardia Civil, a golpes de maza, o la acción parapolicial intentasen amputar de la plaza el recuerdo de Joxe Arregi, tuvo que venir una alcaldesa del PNV, Maria Angeles Lazkano, para satisfacer las demandas de los mismos que torturaron hasta la muerte a su vecino.
Con las fotografías de nuestros presos y presas acaban de abrir un nuevo frente en la guerra de lo simbólico. En este caso, la Ertzaintza es el brazo ejecutor de una persecución que afecta a las libertades públicas, pero sobre todo a la preservación de las legítimas emociones de decenas de miles de personas. Con la excusa de evitar algún tipo de apología que nadie acaba de comprender, tratan de borrar de nuestras calles y plazas la imagen de más de setecientos de nuestros conciudadanos. La imagen de las personas pasa a ser también motivo de persecución. Tal vez quieran que sus familiares y amigos los recluyamos en algún agujero recóndito de nuestra conciencia, y que su imagen no traspase los límites de lo privado; el umbral de la puerta de nuestro domicilio. Incluso hacerlas visibles en el balcón amenaza con ser motivo de atestado policial y procesamiento. No tardarán en imponer a sus familiares, a la base social de la izquierda abertzale, un distintivo cosido a la manga que, como a los judíos de la Alemania nazi, nos diferencie simbólicamente de esta élite democrática, capaz a renglón seguido de condenar a los talibanes por explosionar en las cercanías de Kabul la famosa y monumental estatua de Buda.
Ahora bien, esta larga cruzada en lo representativo tiene también un fuerte componente expansivo. La sombra del poblado bigote del mando de la Guardia Civil que acudió a la toma de posesión de Patxi López como lehendakari, se recortó amenazante sobre el roble de la Casa de Juntas. Llevar a Gernika como acólito a semejante personaje dice más de las intenciones del portugalujo que el propio nombramiento de Rodolfo Ares para la Consejería de Interior, que ya es decir.
Cuando Jacques Lacan formuló los conceptos de lo real, lo imaginario y lo simbólico, trataba de describir los elementos de la estructura psíquica humana. Este psicoanalista francés sostenía que lo simbólico genera una reflexión a nivel comunitario del conocimiento primitivo del «yo» y crea el primer conjunto de reglas que gobiernan el comportamiento. Sostuvo, por tanto, que tan importante nos es lo real, como lo simbólico. Tanto un registro como el otro, además del imaginario, constituyen el pensar humano. Así que no están en juego un puñado de decisiones caprichosas, sino la configuración de la ideología y el condicionamiento de la acción social.
Por ello, propongo la defensa numantina frente a la ofensiva ideológica que se esconde detrás de esas escaramuzas simbólicas. No dejar una pared en Euskal Herria sin el cartel-mural de nuestros rehenes políticos, reivindicar la memoria de quienes perdieron la vida en la interminable noche de la represión, pintar de verde, rojo y blanco el horizonte que los «cuneteros» políticos de Nafarroa contemplan cada día al despertarse, seguir pitando al Borbón hasta vaciar los pulmones, colgar el buzo y salir a la calle el 21, y romper los esquemas de los ilegalizadores en las elecciones del 7 de junio. El puño en alto es el símbolo que más les aterra. Alcémoslo con orgullo.