CRíTICA cine
«Séraphine»
Mikel INSAUSTI
La foto más conocida de Séraphine de Senlis es la que le tomó en su estudio Anne Marie Uhde, hermana de su descubridor Wilhelm Uhde, en el año 1920. En ella se puede observar cómo la artista tiene la mirada perdida, en un gesto de elevación hacia lo alto o el infinito. Es la imagen en la que se basa toda la sublime interpretación de la actriz belga Yolande Moreau, la cual subraya la recreación del momento de la instantánea en que quedó inmortalizada negándose a seguir las indicaciones de la fotógrafa, que le pide que mire directamente a cámara, para replicarle diciendo que prefiere mirar hacia arriba porque la inspiración le viene del cielo. Reconforta saber que todavía el cine sirve para hacer justicia al arte, para acercarnos a talentos insoldables como el de la buena Séraphine, cuya santa pintura debería estar en las ermitas o las iglesias perdidas de los pueblos, y no en ningún museo o cualquier otra feria de las vanidades. O acaso colgada en las paredes de un psiquiátrico, porque su bendita locura la llevó a uno de esos horribles centros donde perdió el contacto con la naturaleza que tanto necesitaba, como el respirar, para seguir pintando.
Cuando Isabelle Adjani protagonizó «La pasión de Camille Claudel», su personificación de dicha escultora estaba planteada en función del Gérard Depardieu que encarnaba a Rodin. En cambio, la seraphiniana Yolande Moreau expresa la absoluta soledad, tanto como mujer como creadora. Aquí no hay a su lado, a la manera de las biografías de Frida Kahlo ningún Diego Rivera que valga, sino un amor supremo y puro nacido de una comunión íntima con los árboles, las plantas y las flores salvajes. Séraphine pintaba a oscuras, pero sus cuadros poseían una luz deslumbrante, dentro de unos conjuntos abigarrados y llenos de sensual exuberancia. Estaban hechos sobre tabla con elementos naturales (sangre, cera, barro) mezclados con blanco «ripolin». Sí se puede pensar que había deseo o pasión en esos sueños traducidos en colores tan vivos, aunque, siendo como era una total autodidacta, el origen de su genio artístico quedará para siempre en un misterio o una revelación, ya que nadie la vio trabajar pero se escuchaban los cánticos religiosos en latín que entonaba mientras parecía entrar en una especie de trance místico.
La conexión de aquella sirvienta que pintaba a escondidas con la corriente «naïf» hubo de ser más bien intuitiva, porque a una mujer que creció huérfana y empezó en el pastoreo, sin recibir formación alguna, le era imposible conocer a otros pintores, escuelas o movimientos. Fue su marchante el que la sumó al grupo de los que denominó «primitivos modernos», y en el que también estaban Henri Rousseau, André Bauchant, Camille Bombois y Louis Vivien. Sin embargo, Séraphine de Senils fue un caso aparte, debido a su extraña personalidad, digna de las que gustaba retratar a Werner Herzog en sus filmes de ficción, o más recientemente en sus documentales. No es casualidad que a otro alemán, Wilhelm Uhde, le debamos que su obra haya sido conocida, si bien la relación del coleccionista con la pintora es mostrada de forma crítica en la película de Martin Provost. Apreciaba su valía pictórica pero no supo comprenderla como mujer, y ella le comparaba a él con el prometido que la abandonó y la dejó soltera, al no fiarse de sus promesas con respecto a exposiciones en París y a su cotización en el mercado siguiendo los pasos del consagrado Picasso. La Gran Depresión marcó fatalmente el periodo de entreguerras.
Dirección: Martin Provost.
Guión: Martin Provost y Marc Abdlenour.
Intérpretes: Yolande Moreau, Ulrich Tukur, Anne Bennent, Geneviève Mnich.
País: Estado francés; 2008.