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¿Qué debe ocurrir aquí para que un político dimita, o al menos para que se le exija dimitir?

Esta semana el presidente de la Cámara de los Comunes del Parlamento británico, Michael Martin, dimitió como consecuencia de un escándalo en el que están envueltos varios parlamentarios. En realidad los parlamentarios no han cometido delitos flagrantes, pero se ha sabido que varios de ellos realizaron cobros irregulares o que han obtenido beneficios inmorales en concepto de gastos. La crisis política generada es muy grave. Es posible que la de Martin no sea la última dimisión.

Hace poco GARA reveló un caso parecido en el que, también a través de copias de facturas, se mostraban gastos irregulares por parte del ex diputado general de Gipuzkoa, Joxe Joan González de Txabarri, alguno de ellos aún más escandalosos que los de los parlamentarios británicos. Por ejemplo, el gasto en comidas durante los últimos seis meses de su mandato, después de conocer que no renovaría como candidato, fue de 100.597 euros. Sin embargo, en este caso no sólo no hubo dimisión alguna, sino que nadie ni desde la institución que autorizó esos pagos con dinero público, ni de entre los grupos políticos, ni siquiera entre los medios de comunicación pidió la dimisión. Lo mismo está ocurriendo ahora con el Gobierno valenciano o con la financiación del PP en Madrid.

Es evidente que en la cultura política española -y en esto algunos completaron las transferencias hace ya muchos años- dimitir no entra dentro del vocabulario de los políticos profesionales. De ahí la pregunta, ¿qué debe ocurrir aquí para que un político dimita, o al menos para que se le exija dimitir?

¿Separación de poderes o reparto de papeles?

La cultura política española no es homologable a la de países con una tradición democrática más profunda en ningún sentido. Sin ir más lejos, es plausible que en el Estado español en vez de la canónica separación de poderes propia de las democracias occidentales lo que realmente exista sea un reparto de papeles característico de las comisarías en los países autoritarios. Es decir, unos son «los buenos» mientras a otros les toca ejercer de «malos». Es más, a la espera de que el Tribunal Constitucional, tras la epifanía garantista de esta semana, haga públicas otras seis o siete sentencias revocando sus decisiones anteriores en relación a la ilegalización de partidos; a la espera de que los jueces de la Sala del 61 del Tribunal Supremo dimitan o presenten una querella contra sus colegas del Alto Tribunal para salvaguardar su vejado honor; o, simplemente, a la espera de que se cese a los responsables de las investigación sobre Iniciativa Internacionalista-La Solidaridad de los Pueblos y a los responsables de la Abogacía del Estado que presentaron la demanda, nada indica que los «buenos» sean tan buenos ni que los «malos» sean realmente peores que los primeros.

Ahora bien, eso no implica que, quizá, los que actúan como si fuesen «malos» en realidad respondan a ese perfil. Así lo parece, al menos, el ministro de Interior español, Alfredo Pérez Rubalcaba, que esta semana ha dado razones más que suficientes para que, aún en un sistema político tan servil y pesebrero como el español, se pida su dimisión o cese.

Razones por las que Rubalcaba debería dimitir

La primera razón es el proceder del ministro de Interior en torno a la ilegalización de II-SP, cercano a la prevaricación en lo que a la «investigación» policial se refiere y rayano con el matonismo por su tono irrespetuoso y amenazante con los militantes internacionalistas.

Pero no es ésta la principal razón por la que se debería pedir la dimisión de Rubalcaba. Esta misma semana, tras conocer la nota en la que ETA ofrecía nuevos datos sobre la desaparición de Jon Anza y acusaba al Estado español de estar detrás de esa desaparición, el ministro del Interior español se limitó a decir que se trataba de una «patraña». Desde todo punto de vista -desde el más neutral en el que se considere a Anza un ciudadano desaparecido en extrañas circunstancias hasta aquel en el que, con preocupación o indisimulada alegría, se plantee que un militante de ETA ha desaparecido en suelo francés- semejante frivolidad no es propia de su cargo. Por otro lado, atendiendo a anteriores situaciones similares -desde la desaparición de Popo Larre hasta la actuación de grupos paramilitares españoles en Ipar Euskal Herria, que el propio ministro conoce de primera mano dado que los GAL actuaron bajo el mando de sus compañeros hasta la vez anterior en la que él ostentó ese cargo-, cualquiera le aconsejaría que, en su posición, entre la crueldad y la prudencia elija la segunda. Es más, teniendo en cuenta los datos que ofrecía la organización armada -la confirmación de la militancia de Anza, la pista de que las FSE conocían esa condición, los datos sobre el viaje y la cita...- no responder a ninguna de las preguntas que surgen, no indicar que una investigación ya está en marcha o que se abrirá sólo lleva a acrecentar la preocupación por el paradero de Anza. Una escandalosa postura que en cualquier otro lugar implicaría una reprobación y un probable cese.

Así las cosas, la mejor respuesta al dilema expuesto por Rubalcaba sobre «votos o bombas» la ofreció Luis Ocampo, al situar el verdadero dilema del sistema político estatal entre «democracia o Rubalcaba».

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