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Jesus Valencia Educador Social

Eran, son y serán

Es el refinamiento vejatorio lo que más me ha impactado al leer con detenimiento la crónica de aquellos días. El objetivo primordial no era detener a unas personas sino destrozarlas; no se buscaba recluirlas sino anularlas; más que recortar su libertad se trataba de borrar su identidad

La ruleta represiva del Estado español no conoce descanso. Allá donde apunte el maldito artilugio, comenzará el infierno. Hace unos días, la madre de un joven al que le acaba de señalar la ruleta lo comentaba con un cierto sentido trágico: «Ahora, nos ha tocado a nosotros». Esa aparente fatalidad -perfectamente calculada- se ha cebado repetidas veces en Gasteiz. Una de ellas tuvo lugar entre agosto de 2001 y julio de 2002. Seguro que la progresía, tan abundante por estos pagos, no sabrá ni a qué me estoy refiriendo, ya que sus mentes no reconocen más violencias que la de ETA. Quizá ni saben que, durante aquel año, 14 jóvenes alaveses fueron atrapados en sucesivas e implacables razias policiales.

En esta ocasión -y por un cúmulo de casualidades- algo de lo que estaba sucediendo trascendió. Tuvimos la oportunidad de contemplar en fotografía el rostro desfigurado y sanguinolento de Unai Romano; rostro joven al que la violencia policial había convertido, tras horas de interrogatorio, en un ecce homo. Denuncia inapelable contra quienes acostumbran a decir que no saben nada y que no creen nada de los malos tratos que relatan los detenidos. Quien se empeña en dar la espalda a la barbarie oficial seguirá ignorante. Quien acostumbra a escuchar a los torturados se imaginará fácilmente lo que sucedió en aquellas fechas: masivas y violentas irrupciones policiales, registro domiciliarios, destrozo de pertenencias, detenciones humillantes, traslados humillantes, interrogatorios humillantes...

Es el refinamiento vejatorio lo que más me ha impactado al leer con detenimiento la crónica de aquellos días. El objetivo primordial no era detener a unas personas sino destrozarlas; no se buscaba recluirlas sino anularlas; más que recortar su libertad se trataba de borrar su identidad; que dejaran de sentirse alguien para verse como algo sucio y despreciable: «Me obligaron a desnudarme y se reían de mí», comenta un joven; «me obligaban a ir con la cabeza agachada. Sentía una humillación y una rabia constantes. Las mujeres (guardias civiles que iban en la parte delantera del vehículo) se reían constantemente; aquello era lo que más odio me producía», dice un joven. «Consiguen que te sientas como una mierda, a la altura del barro», confiesa una chica; «me sentía una mierda, que no valía nada», reitera otro joven. Los gritos, los golpes, los electrodos, la bolsa, las vejaciones sexuales, la risa (¡que nociva es la risa usada como herramienta de ultraje!)... eran utilizadas para arrancar de cuajo la autoestima de las personas detenidas.

El juicio a los apresados durante aquellos días está a punto de comenzar. El día 15 fueron arropados en una masiva rueda de prensa con muchos acompañantes y demasiado pocos medios. ¿Es que el tema no interesa? ¿O interesa tanto que hay que silenciarlo? El día 23 han vuelto a ser respaldados mediante una manifestación ciudadana. No faltará quien les acompañe en la Audiencia Nacional. Este grupo de personas, sobre las que pesan imputaciones obtenidas bajo tortura, son excelentes. Eran, son y serán. Deben seguir confiando plenamente en sí mismas como la sociedad que les conoce confía en ellas.

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