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Joseph Roth, el verbo de la decadencia

Iñaki URDANIBIA Crítico literario

La Primera Guerra Mundial, la pérdida de sus seres queridos y la anexión de su país por los nazis, fueron algunos factores decisivos en la vida y escritura de Joseph Roth (Brody, 1894 - París, 1939), un autor que se decantó por la apuesta por el humanismo y la cultura en una carrera marcada por la tristeza y la nostalgia por los tiempos pasados.
El 27 de mayo de 1939 murió hospitalizado en París, el escritor –uno de los más destacados del imperio austro-húngaro– de “Job”, que se había convertido en un verdadero clochard, debido a la pobreza y al alcoholismo. «Así soy realmente maligno, borracho, pero lúcido. Joseph Roth».
 
Nombrar a Joseph Roth es nombrar la Primera Guerra Mundial, a la vez el fin del imperio austro-húngaro, y los primeros destellos de lo que, al cabo de los pocos años, sería la barbarie nazi. Quien había nacido en un pueblecito de Galitzia, cercano a la frontera de la Rusia zarista, el 2 de setiembre de 1894, procedía de un padre austriaco y de una madre judía. En su país cursó estudios de filosofía y literatura, finalizándolos en Viena.
 
Llegada la Primera Guerra Mundial se alistó como voluntario en el Ejército austriaco y fue detenido en Rusia, conociendo así de primera mano los tiempos y las personas, de la revolución que entonces se ponía en marcha. Más tarde, liberado, volvería a su país y se dedicaría a escribir y al periodismo en distintos medios y en distintos países como corresponsal. La anexión de su país por los nazis hizo que comenzase su peregrinar, su errancia que le hizo vivir en varias ciudades europeas en hoteluchos de mala muerte hasta que se asentó –es un decir– en la capital del Sena, que es donde falleció. La «pérdida de la patria» (nacido en los márgenes fronterizos de un imperio, su condición de judío, su habla alemana... muestras todas ellas de su desplazamiento) a la que ha de sumarse la de sus seres queridos, entre otros su esposa, diagnosticada como esquizofrénica, fue liquidada aplicándosele las leyes eugenésicas, hizo que la tristeza cobrase carta de naturaleza en su alma, junto a la nostalgia de unos tiempos pasados, más tranquilos, menos violentos y salvajes en su irracionalidad.
 
En muchas ocasiones sus escritos se cruzan con su propia biografía, y desde luego con el escenario histórico en el que le tocó vivir, o mejor padecer. Es así como en “Fuga sin fin” se puede ver a un soldado detenido en Ucrania que asiste como prisionero a los avatares de la revolución soviética; tras su vuelta encuentra su patria cambiada y así lo va a reflejar en su “Tela de araña”, en donde el ambiente cuartelario anuncia el crecimiento de un desaforado nacionalismo que, al cabo del tiempo, vencerá en su expresión racista de los vecinos germanos y sus acólitos locales; sin olvidar su brutal “Tarabas”. Se ve que en los escritores de aquella geografía y de aquella época las atmósferas militares les resultaban fuente de inspiración como reflejo de lo que en ellos se fraguaba. Me vienen a la cabeza “Las tribulaciones del joven Törless”, de Robert Musil, o algún texto de Stefan Zweig.
 
Su experiencia en tierras soviéticas hizo que mirara al socialismo con cierta simpatía, lo que le llevó a firmar algunos artículos suyos como “Joseph el rojo”; firma y elogios de los que luego se arrepentiría, tras conocer algunos años después la evolución de las doctrinas iniciales a formas de dictadura nada admirables, ni justificables.
 
La apuesta por el humanismo y la cultura va a ser una constante en su quehacer y es ello –como apuntaba líneas más arriba– lo que le va a llevar a oponerse  a las supuestas salidas que únicamente llevan a la negación de los otros, a su eliminación física y cultural (sus obras eran quemadas en la Alemania dominada por el nacional-socialismo).
 
Si su condición de judío tuvo importancia en esta vida errante, fue malgré lui, ya que, para él, tal no era sino un mero accidente, como escribiese a su compatriota y también escritor Stefan Zweig: «Mi judaísmo nunca me pareció nada más que un atributo accidental, algo así como mi bigote rubio –que lo mismo podía haber sido negro–. Nunca sufrí por ello. Nunca me enorgullecí por ello». A pesar de esas significativas afirmaciones, sí que se pueden ver en sus escritor leyendas judías revisitadas y puestas en sus días, así la del santo “Job”, o plasmaciones varias del mito(?) del judío errante, o su descripción de los ambientes vividos en su niñez en medio de la comunidad judía. Precisamente de ese libro escribió alguien que de eso sabía mucho, Thomas Mann –recuérdese su “José y sus hermanos”– «no  es posible hacer justicia a su sutileza poética, pero puedo responder de sus méritos literarios extraordinarios».
 
Y como el personaje bíblico, al escritor le cayeron mil maldiciones que le hicieron desplazarse de un lado para otro, como señera figura del desarraigo, que supo plasmar en sus obras con verbo directo, sencillo y que llega al lector sin necesidad de esfuerzo por parte de éste. Y así transcurrió su vida hasta la entrega de su testamento, que se abrió tras ser enterrado el muerto, “La leyenda del santo bebedor”, en la que se cruza la vida precaria y alcohólica de un clochard, que camina hacia el pago de una deuda hacia una francesa santa católica –Roth se había convertido al catolicismo en sus últimos años–…«denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte».
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