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Jon Odriozola Periodista

Michael Jackson

Observen hoy el desrizamiento del cabello de la esposa de Obama o el del propio Jackson (no Jesse Jackson, que lo conserva). Lo que antaño era orgullo, hogaño es, como las «sitcom» de Bill Cosby, autoasimilación

Yo creo que del fulgor y muerte de Michael Jackson lo que más sorprende al público es la acrecentada apariencia de zombi que iba presentando su aspecto físico a medida que se le iba despintando la cara. No sabemos el alma. Hubo un poeta soviético que, con plausible intención, escribió un poema titulado «El negro que tenía el alma blanca». Nicolás Guillén, poeta negro cubano, rechistó remedando el título: «El negro que tenía el alma negra».

Ha habido algún comentario que ha visto en ese albinismo cutáneo-facial progresivo del mutante Jackson, más que una excentricidad, una traición a su raza. Es posible, pero no lo creo. Michael Jackson nació en Gary (Indiana, USA), una ciudad del medio oeste no fundada por algún pionero sino por Míster United States Steel Corporation. Su padre, Joseph, era un obrero de grúa en una fábrica de fundición de metal. Un negro proletario de la minoría negra de Indiana que había sido, va de suyo, un lugar de indios nativos. El dinero no le alcanzaba para mantener a su familia. M. Jackson, que nació en 1958, ya hacía gorgoritos con doce años cuando el padre se quedó sin empleo en los 70. Joseph, el padre, no cogió su fusil (no se llamaba Johnny), sino que formó una banda -los célebres Jackson five- con su prole viajando en autobuses por el «middle west» cantando en tugurios de mala muerte hasta que llegó el éxito -con la Motown y su rythm and blues- y el padre-manager se forró en los años 80. Gary e Indiana eran la ciudad y el estado con menos leyes a favor de los trabajadores en general y negros en particular. Aquello era una puta mierda. Por otra parte, Joseph, el padre, le daba calma en el rostro (o sea, le daba de hostias aunque sin inflarle) al hijo si éste desentonaba alguna antífona (de aquí la tirria que le tuvo hasta su óbito). Era, disculpen el chiste fácil y quizá de dudoso gusto, un «negrero», lo cual barnizaba aún más este relato de un cariz dickensiano, pelín lacrimógeno pero nada melodramático. No es el primer caso -y esto es una digresión- en que un padre (y madre), embrutecido y envilecido, explota a unos hijos en quienes ve la gallina de los huevos de oro y la salida de sus miserables condiciones de vida y trabajo: se llama desclasamiento. M. Jackson, con 20 añitos, cantaba... «tu sonrisa saludable es el hambre de otro niño». O... «cada exhalación tuya es la muerte de una persona en otro lugar». No son letras revolucionarias pero tampoco de los «Beach Boys». Todavía quedaban hippies y los negros y negras (como Angela Davis) se dejaban el pelo a lo afro. Observen hoy el desrizamiento del cabello de la esposa de Obama o el del propio Jackson (no Jesse Jackson, que lo conserva). Lo que antaño era orgullo, hogaño es, como las «sitcom» de Bill Cosby, autoasimilación. Y contradicción en una burguesía negra que quiere jugar a encontrar sus raíces identitarias que no son otras, malgrè lui, que... africanas. Asunto txarra.

El «Rey del pop» entendió que para salir de la miseria que conoció, debía desleírse y desrrealizarse, lixiviacizarse, hasta el extremo de despintarse. Ray Charles le hubiera dado otro par de chufas bien dadas por hacer mañas, que decía mi didáctica abuela.

Gora San Fermin!

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