Anjel Ordóñez Periodista
Una fiesta imperfecta, humana
No se puede pretender avasallar a un ser vivo, menos aún si pesa quinientos kilos y va armado, sin esperar que se defienda. Bastante tendrá después, con el sol bien alto, cuando en la plaza sea sometido a tortura, ahí sí, indefenso por la sangría del picador, por la crueldad del banderilleroLa muerte de un joven madrileño en el encierro de ayer, corneado en el cuello por uno de los Jandilla, es, ante todo, lamentable, desoladora. Así debe de serlo la pérdida de una vida, por encima de cualesquiera otras consideraciones, y, sin ir más lejos, de las que a continuación voy a exponer.
Pero, sentado lo anterior, no puedo quedarme callado ante la caterva de voces que se han apresurado a alzarse desde sus lustrosos pedestales para pedir la prohibición de los encierros. Una vez más, no les basta con lamentar, exigen condenar. Hablan de anacronismo irracional, de riesgo gratuito, de inconsciencia colectiva... hablan, una vez más, de reprimir y de vetar, de restringir y proscribir, de borrar una expresión popular ancestral, una genuina forma de entender una fiesta que, pese a quien pese, escapa por su esencia a corsés y milimetrados. Y eso escuece a muchos.
Correr en el encierro supone, a mi entender, una elevada expresión de libertad individual. Quien decide calarse el pañuelo y ponerse delante de la manada sabe que, independientemente de sus capacidades físicas y cualidades intelectuales, está expuesto en alto grado a perder lo que apuesta y nunca podrá dejar de pagar: su integridad física, su propia vida. ¿Es eso inconsciencia? Acaso, pero no ha lugar juzgarlo, como tampoco compete a nadie medir la cota de cordura de quien se empeña en luchar contra la naturaleza ascendiendo montes imposibles o buceando en simas ignotas, de quien se tira de un puente atado por los pies o de aquel que salta desde un avión amparado por un paracaídas en busca de la más potente de las drogas legales: la adrenalina.
No cabe duda de que los encierros son peligrosos. Mucho. Exponer a una manada de poderosos animales al estrés de un recorrido cerrado, ruidoso y visualmente estridente siempre provocará reacciones como la de Capuchino. Es ley de vida. Y de muerte. Son las normas del juego. No se puede pretender avasallar a un ser vivo, menos aún si pesa quinientos kilos y va armado, sin esperar que se defienda. Bastante tendrá después, con el sol bien alto, cuando en la plaza sea sometido a tortura, ahí sí, indefenso por la sangría del picador, por la crueldad del banderillero. En el encierro, quienes corren cuentan con su inteligencia, su habilidad y sus piernas. El toro, con el filo de sus astas. ¿Desigual? No lo sé, pero si lo fuese, sería en contra del toro: él no ha tenido opción para elegir.
Nunca ha de faltar un lugar para la crítica en los encierros. Como dijo el sabio, siempre es mejor debatir una cuestión sin resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla. Y me consta que entre los detractores de esta expresión festiva los hay cargados de razones tan válidas o más que las que acabo de exponer. Mas no ha de cederse ante el argumentario hipócrita de quienes, ebrios de la sangre derramada, aprovechan el eco del dolor para tratar de herir de muerte a una fiesta popular sólo tan imperfecta como humana.