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Encierro mortal en Iruñea

Tan díficil de asumir como imposible de evitar

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Ramón SOLA

Una brutal sensación de irrealidad asaltó ayer a la mayoría de quienes pasan estos días en Iruñea, envueltos en una nebulosa festiva imposible de conciliar con la visita de la muerte a las 8.02. El sentimiento general producido se parecía mucho al de aquel 13 de julio de 1995 en que una cornada fulminante segó la vida de Matthew Peter Tassio (luego llegaría el fallecimiento de Fermin Etxebe, muy sentido en Iruñea pero más diluido en el paso del tiempo). Las reacciones recordaban mucho a las de aquella mañana de hace catorce años. Y es que cuando el drama aparece de forma tan imprevista, le sucede la impotencia.

«Esto no es Port Aventura», proclamaba ayer uno de los «divinos» más conocidos. Pero hasta eso es discutible en el encierro, una actividad en la que se puede trabajar para minimizar los riesgos, pero nunca anularlos del todo. Meter doce cuchillas a velocidad de vértigo en un túnel de apenas diez metros de ancho en el que se concentran más de 2.000 personas es desde luego más peligroso que subirse a la montaña rusa de un parque temático. Pero nadie tiene el patrimonio de entenderlo así. Resulta improbable que alguien no se haya percatado de ello; de hecho, lo habitual es que las agencias de viajes extranjeras inflen las cifras de fallecidos en el encierro o rebauticen a la curva de Estafeta como «la del hombre muerto». Pero el caso es que el ser humano gusta de jugársela, ya sea poniendo el coche a 200 por hora, haciendo puenting... o saltando a Santo Domingo.

Aquella muerte del joven de Illinois hizo correr ríos y ríos de tinta sobre la necesidad de concienciar a los corredores extranjeros en torno a qué se debe hacer y qué no. Desde entonces se ha avanzado bastante, mucho. Cierto es que también se ha retrocedido en aspectos como el abuso del tratamiento televisivo, que fomenta un protagonismo desmedido en muchos corredores y potencia los riesgos. Pero parece evidente que hoy en día hay menos imprudencias del tipo de la que entonces le costó la vida a Tassio, ensartado al levantarse después de haber caído al suelo.

Su muerte no es comparable a la de Jimeno, salvo en el drama irreparable que lleva consigo y en la escasa edad de los dos jóvenes. Las imágenes de televisión confirman que su fallecimiento fue una auténtica carambola de mala suerte: un toro rezagado que nadie ve venir hasta que es tarde, tiempo insuficiente para salirse del recorrido, un cabezazo asustado de «Capuchino» sin destino fijo pero que atrapa al joven como podía haberse perdido en el aire, un cuerno que se hunde justo en la yugular... y todo se acaba.

Nadie que se tire a la calle a esas horas está a salvo de un desastre así, sea de Iruñea, de Illinois o de Alcalá de Henares. Los días 7, 8 y 9 lo que se destacó precisamente fue que las medidas de seguridad introducidas estaban dando resultados: los cabestros guiaban perfectamente a la mana- da, el antideslizante vertido en la curva de Estafeta había evitado las caídas, las toradas llegaban juntas a la Plaza en apenas dos minutos y medio, sólo se había producido un puntazo sin importancia, y no había ni un hospitalizado. Incluso había que afirmaba que se empezaba a aburrir con los encierros.

Todo esto pasó a ser un chiste macabro a las 8.02 de la mañana de ayer. El encierro es lo que es, lo que ha sido siempre: tradición sí, fiesta también, pero sobre todo una bomba de relojería. Y las lecturas ciclotímicas están de sobra.

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