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SAN FERMÍN 2009

Sale el sol por la mañana...

 

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Natxo MATXIN

Confieso que a estas alturas de mi existencia sanferminera controlo más el recorrido de la Comparsa de Gigantes y Cabezudos que el fragor tabernero de Calderería o Jarauta. Una mutación fruto del paso del tiempo y de la que ya un amigo más veterano, hace unos cuantos años, me advirtió. «Los Sanfermines, de día, son más bonitos», le escuché con el semblante de quien tiene la suficiente educación como para no contradecir a las personas mayores, aunque en absoluto esté de acuerdo con sus recomendaciones.

Y ahora debo reconocer que no le faltaba cierta razón. Primigenio escéptico de la fiesta diurna, estoy obligado a admitir que hay vivencias que tienen su puntillo cuando el sol está en lo más alto. Que Caravinagre se vuelva para mostrarte su rostro más fiero antes de atizarte con la verga o que el Rey Negro, siguiendo el ejemplo de los derviches turcos, gire al son de la gaita no tiene precio.

Como el flautista de Hamelín, los más txikis quedan embrujados por el encanto de los gigantes de cartón. La obligación corresponde a sus progenitores, que deben abrirse paso como pueden entre la marabunta de carros y muchedumbre que acompaña al desfile. Los baby Mclaren echan humo y el choque de ruedas es constante: sólo los más rápidos alcanzan la pole position para palpar la vestimenta de las figuras.

La carrera no sólo es competencia pura y dura. También tiene sus buenos momentos. Sin lugar a dudas, el mejor es la entrada en los boxes del aperitivo. Ahí los aitas vuelven a recuperar el resuello y rememoran antiguos encuentros con las barras de los nunca suficientemente valorados establecimientos hosteleros.

El parón de la comparsa propicia ese salvador frito de gamba y marianito, combustible idóneo para reanudar la ardua marcha, todo sea por alimentar viva la ilusión de los hijos. Hay que mantener el pabellón bien alto y no despegarse de los puestos cabeceros de la prueba, labor harto complicada ante la rivalidad existente.

En la pugna por conservar esa privilegiada posición los codazos y empujones están a la orden del día. Nadie quiere perder comba y la exigencia es máxima. Verrugas ya se ha quedado con tu cara de sufrimiento y sonríe dentro del cabezón. «Por lo menos hay alguien que lo está pasando peor que yo, con mi resaca», piensa.

Cualquier despiste se paga con el caro precio de la pérdida de posiciones y la obligatoria remontada posterior. Un encuentro inesperado con otra pareja de amigos que también deambula con su prole entre el gentío o toparse con ese matrimonio cuyos vástagos coinciden en la guardería de los tuyos es motivo suficiente para quedarte rezagado.

Procuras mantener una conversación coherente mientras con el rabillo del ojo ves cómo la comitiva se aleja sin poder hacer nada por evitarlo. Dentro de su magnitud, los populares monarcas comienzan a empequeñecerse hasta casi no divisarse.

Finalmente, te puede la presión y optas por recurrir al viejo truco del socorrido helado para sobornar a tus retoños convenciéndoles que es mejor saborear un refrigerio de chocolate que seguir la fatigosa estela de los veloces gigantones. Llega entonces el segundo instante mágico de volver a acercarte a las bandejas de pintxos. Es realmente el momentico sanferminero. ¿O el inexorable ciclo de la vida?

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