La lucha contra la «normalidad» de los hondureños prosigue
Pasado el momento de las grandes manifestaciones y en medio de un ambiente de negociaciones, diferentes grupos sociales hondureños prosiguen la lucha con movilizaciones y pugnan por hacer oír su descontento contra el golpe y el bipartidismo tradicional.Asier ANDRÉS
Cuando han transcurrido poco más de dos semanas del golpe de Estado en Honduras, las calles de la capital del país, Tegucigalpa, muestran una brutal normalidad. Las duras exigencias de la supervivencia cotidiana se han impuesto en una ciudad en la que casi el 70% de la población tiene empleos informales. Y por si no fuese suficiente la pobreza que ahoga a la mayoría de hondureños, todos los poderes del país se han conjurado para crear ese clima de normalidad impuesta. Los primeros, los políticos de los dos partidos que desde la Independencia dominan la vida pública -liberales y nacionales- y que casi con unanimidad han demostrado lo solo que se encontraba el presidente Manuel Zelaya. Y junto ellos, los medios de comunicación en pleno. Dominados por un puñado de millonarios íntimamente relacionados con la clase política, sus preocupaciones en los últimos días se han centrado en recordar a la población lo afortunados que son por haber sido salvados de «las garras del chavismo». Así, por ejemplo, el diario «El Heraldo» realizaba el pasado sábado una amplia cobertura sobre el supuesto plan del presidente venezolano de provocar masacres con abejas africanizadas.
Claro que sólo es necesario escarbar un poco la superficie para desentrañar el hartazgo que ha desencadenado el golpe contra todos sus cómplices: políticos y medios, pero también las iglesias católica y evangélica. Las pintadas que han proliferado por Tegucigalpa entera son quizás uno de los síntomas más evidentes de este malestar. Lemas como «Fuera Pinocheletti» (en referencia al presidente golpista, Roberto Micheletti) o improperios de toda clase contra el arzobispo de la capital o el ex presidente Carlos Flores Facussé; de quien se esperaba más apoyo a Zelaya, a través del diario que posee, «La Tribuna», se han multiplicado por los muros de la capital.
Y por supuesto, la movilización de quienes se han rebelado contra «la normalidad», ha proseguido. Desactivado, en apariencia, el movimiento con sabor de insurrección que se gestó el 4 de julio, cuando miles de personas acudieron al aeropuerto de Tocontín para recibir a Zelaya, en los últimos días, se han sucedido manifestaciones menos multitudinarias en la capital hondureña.
«Sí, es cierto que hay un poco de cansancio, un poco de desánimo», relata Alba Leticia Ochoa, de la Asociación Cultural Memorias, una de las organizaciones que sigue movilizándose. Pero matiza: «Seguiremos resistiendo». Y otro de sus compañeros, Luís Pacheco, del sindicato de trabajadores de la Seguridad Social añade: «La vida sigue, la gente tiene que trabajar pero aquí hemos quedado los hondureños conscientes».
Es una mañana de sábado y ambos se encuentran en los alrededores del aeropuerto en un pequeño parque bautizado por los manifestantes como Isis Obed Murillo, el nombre del joven que murió en ese lugar a manos del Ejército, y que se ha convertido en el primer «mártir» de los contrarios del golpe. El espíritu es festivo: canciones y pequeñas obras de teatro que satirizan a la elite y la fama de Honduras de «república bananera».
Los asistentes no superan las 2.000 personas. Algunos pertenecen a la corriente de izquierda del Partido Liberal. Son los «Zelayistas» los que ven en el discurso a favor de los pobres de Mel, como todos le conocen, la esperanza para Honduras. Otros muchos pertenecen a organizaciones sociales, como el Bloque Popular, o el tercer partido del país, la minoritaria Unión Democrática.
Son estos sectores quienes, por su larga experiencia en la lucha, se han colocado al frente de las protestas, pese a que en gran parte, no votaron por Mel. «Nosotros nunca le apoyamos, él era un neoliberal más. Pero ahora es el símbolo de la institucionalidad y eso es lo que queremos recuperar», comenta Luís Pacheco.
Aún así, existe un consenso casi unánime en que Zelaya tuvo buenas políticas y representó un desafío sincero al status quo: tanto al bipartidismo férreo de dos agrupaciones políticas con diferencias apenas perceptibles, como a la elite económica: las familias de origen árabe y judío que en la actualidad dominan el país.
Y es precisamente por eso que muchos hoy le admiran. «Mel quería repartir la riqueza, hizo cosas como subir el salario mínimo un 60%, lo que ha beneficiado a los que siempre hemos perdido. Eso ha molestado a los que gobiernan el país, a los militares, a la ultraderecha, a los que vinieron de Líbano o Palestina y están robando al pueblo: los Facussé, Kafie, Kafati, ellos son una mafia que lo controla todo», remarca con enfado el sindicalista Pacheco.
Sus palabras son una muestra del discurso antioligárquico, y en especial anti «turco» -como se denomina con desprecio a las personas de origen árabe- que ha aflorado con el golpe. Y es que para muchos, los hechos de las últimas semanas han evidenciado la verdadera naturaleza del régimen político en el que viven. «Esta oligarquía absurda no ha entendido que estamos en el siglo XXI. Es mentira que en este país haya libertad, aquí se han cerrado programas de radio, se ha perseguido a los periodistas extranjeros, se han expulsado a los médicos cubanos, se impide la gente del interior que venga a la capital», critica un ciudadano desde la tarima. La hermana del joven muerto le apoya, y, entre lágrimas, recuerda cómo su padre ha sido encarcelado sin razón para amedrentar a la familia.
Los manifestantes aplauden y corean consignas. Entre ellas, una significativa: «Sí hubo golpe». En momentos en los que la atención está centrada en las negociaciones entre ambas partes del conflicto, los manifestantes parecen no querer olvidar que, en efecto, se rompió la institucionalidad del país. «Es evidente que los poderosos temen al pueblo, si Zelaya tenía tan poco apoyo, ¿por qué no le dejaron hacer su consulta y quedar en ridículo?», se pregunta Alba Leticia Ochoa.