Hay películas que están hechas para gustar a la fuerza, aunque en el fondo no convenzan del todo a nadie. La industria del cine tiene ese poder sobre la crítica y el público, siendo “Harry Potter y el misterio del Príncipe” un claro ejemplo de ello. Pero seamos serios, porque la única entrega de la saga que merece la pena es la que dirigió Alfonso Cuarón, demasiado buena para que los productores apostaran nuevamente por el mexicano. Se habló de que Guillermo del Toro podría sustituirle, pero eso significa darle más importancia a una película concreta que a la continuidad de la serie, así que J.K. Rowling se ha quedado sin ver a su predilecto Terry Gilliam dirigiendo la adaptación de alguno de los libros por idéntica razón. En su lugar se han buscado a David Yates, que es de esos realizadores televisivos al servicio de la producción que no destacan por encima del resto del equipo, y a los que ponen bien el tipo de crítico que afirma que hoy en día se hace buena televisión, más que nada por no parecer anacrónico y seguir en la onda.

Uno lleva demasiado tiempo en esto como para no caer en la cuenta de que la estupenda recepción crítica a “Harry Potter y el misterio del Príncipe” en los Estados Unidos forma parte de una campaña orquestada, que se viene abajo a la hora del estreno en Europa, a medida que los lectores de la saga van expresando en los foros de internet su decepción por lo que consideran una traición a la novela original. Sin el apasionamiento de los seguidores y de los vigilantes de la validez de las adaptaciones, a nadie le escapa que se trata de una película de transición con vistas a preparar el gran final de la franquicia en una entrega definitiva dividida en dos partes. Lo siento por el público infantil, al que los padres llevan al cine para incorporarse tarde y mal, sin que puedan enterarse de lo que ocurre viéndose condenados al aburrimiento. Seguramente en su imaginación sigue viviendo el joven aprendiz de mago, ahora desarrollado como héroe épico.