Hay películas que nacen para hacer industria y, en ese sentido, «Arráncame la vida» ha sido muy válida para la consolidación de la cinematografía mexicana, que cuenta con grandes talentos individuales pero no dispone de la suficiente infraestructura. Roberto Sneider deja a un lado su vena más personal, apreciable en su ópera prima «Dos crímenes», para concentrarse en la faceta de productor, ya desarrollada en la coproducción con Hollywood «Frida». En consecuencia, su segundo largometraje sacrifica el riesgo creativo en aras de un cine exportable y de calidad más convencional, que no por ello resulta menos temerario, pues conseguir aparentar los aires de una gran producción de época con un presupuesto ajustado conlleva buenas dosis de espíritu aventurero. Y en verdad que sale airoso del desafío que supone enfrentarse a la película más cara de la historia del cine mexicano, gracias a la profesionalidad de todo el equipo artístico y técnico, con una elegante fotografía de nuestro Javier Aguirresarobe dando brillantez al conjunto.

Toda la ambientación del México de los años 30 y 40 es impecable, sin que se haya descuidado ningún aspecto del vestuario o los decorados, aunque destaca la convincente recreación musical. No podía ser de otra forma, habida cuenta de que Ángeles Mastretta tomó el título de su novela del bolero del maestro Agustín Lara. Y, si el personaje protagónico del caciquil gobernador de Puebla interpretado por Daniel Giménez Cacho está basado en la figura real de Maximino Ávila Camacho, también se ha recuperado a la mítica cantante de entonces Toña La Negra, de la que hace una estupenda caracterización, sobre todo en lo vocal, la actual Eugenia León, que canta además del tema principal el no menos célebre «Cenizas». Los amantes del melodrama clásico mexicano echarán de menos su aire desgarrado, cuya sublimación posterior se debe a Buñuel, Alcoriza y Ripstein. El gusto de hoy en día lo vuelve más contenido, sin añadir sobreactuación a las escenas trágicas.