José Steinsleger Escritor y periodista
Zelaya: con el sombrero de Sandino
Cuando los de arriba no pueden, y los de abajo no quieren. A un mes del cuartelazo de Tegucigalpa, los golpistas se despedazan entre sí y el pueblo hondureño, con su presidente legítimo a la cabeza, rompe los esquemas y se crece en la lucha nacional, revolucionaria, antimperialista. Frente al aislamiento del régimen espurio y el fracaso de las «negociaciones» en San José de Costa Rica, la lógica indica que sólo restan dos caminos: la consolidación del régimen por la vía de un baño de sangre, o el retorno del presidente Manuel Zelaya al poder.
¿Hay condiciones para la represión en masa de los zelayistas? Descartar esta opción sería tan ingenuo como pensar que el imperio se cortará las venas por la democracia hondureña. Sin embargo, Barack Obama afronta demasiados problemas puertas adentro como para impulsar la guerra en un país donde en marzo de 1992 se vio obligado a aceptar la donación de 300 mil raciones de alimentos no utilizados en la guerra del Golfo, a fin de paliar el hambre en los hospitales estatales agobiados por la falta de recursos.
¿Qué hacer con Zelaya? Punto clave de los golpistas internos y externos. En 1954, el presidente de Guatemala Jacobo Arbenz fue expulsado del país por un grupo de 300 mercenarios apoyados por la CIA. Y en otros golpes similares, varios gobernantes democráticamente elegidos aceptaron el desenlace fatal.
Manuel Zelaya, no. Zelaya parece no dispuesto a tolerar la infamia. Y en su cabeza (cubierta con el mismo sombrero Stetson de ala ancha que usaba Augusto César Sandino) parecen hervir ideas de fuerte simbolismo. ¿Será el primer gobernante que tras ser derrocado por un golpe militar retorna al cargo por la presión internacional?
Hay un precedente. En 1994 (después de su derrocamiento en 1991) el presidente de Haití, Jean Bertrand Aristide, regresó a su cargo, aunque con ayuda de una invasión militar encabezada por Washington. Luego ganó la tercera presidencia (2001), y tras establecer relaciones con Cuba y acercarse a Hugo Chávez, Aristide fue derrocado nuevamente por un golpe intervencionista liderado por el imperio, Francia, Canadá y Chile (2004).
En todo caso, ni Zelaya es Aristide, ni Honduras es Haití, ni el contexto internacional es el de entonces. De hecho (y en consonancia con la contraofensiva en marcha de las oligarquías latinoamericanas), grandes intereses corporativos respaldan a los golpistas de Tegucigalpa. No obstante, en abril pasado, en la cumbre de Trinidad y Tobago, Obama aseguró que lo suyo no era el unilateralismo prepotente que caracterizó a su antecesor.
Algunos analistas ven en Obama la rencarnación de Franklin D. Roosevelt, quien en 1933 asumió la presidencia con el propósito de conjurar los estragos de la Gran Depresión. Al interior, Roosevelt adoptó el keynesiano New Deal (Nuevo Trato), y en América Latina la política del «buen vecino».
Analogías, palabras. Con todo, es importante subrayar que Roosevelt creía en su política internacional tanto como Obama cree en la suya. Pero la lógica de la política (que es negociación) no siempre acompaña la de los convencidos de que en este mundo todo es negociable, la democracia inclusive.
Esa concepción falaz de la política (de la que moluscos como el costarricense Óscar Arias y el chileno José Miguel Insulza son genio y figura) fracasa cuando pueblos como el hondureño se movilizan y en estado deliberativo permanente, distinguiendo con claridad a sus enemigos, apoyan a líderes que están a la altura de las circunstancias.
¿Existía en Honduras una situación institucional «peligrosa»? ¿Cuál fue el pretexto para el golpe? ¿La propuesta de revisar aspectos de la Constitución impuesta por la dictadura del general Policarpo Paz García (1982), y tan ilegítima como la vigente en Chile, impuesta por Pinochet y acatada por los partidos de la llamada «democracia modelo»?
En Honduras y Chile no faltan cagatintas aduciendo que, en ambas constituciones, hay posibilidad de plebiscitos. Vamos. Redactadas por militares, las constituciones de Honduras y Chile prohíben que un ciudadano que ha ejercido la presidencia se postule para el periodo siguiente. ¿Y si los pueblos deciden lo contrario?
¿De qué democracia hablamos si la concepción última de la soberanía no radica en el pueblo? Por otro lado, resulta imposible entender la dinámica social de un país desde perspectivas ideologizadas o, como en el caso específico de Honduras, maldecida por las oligarquías desde el fusilamiento en Costa Rica de Francisco Morazán, prócer máximo del unionismo centroamericano (1842).
Como suele decirse, cada país se ve a sí mismo con los ojos de su memoria. ¿Qué si el pasado corre el peligro de ser mistificado? Carece de importancia. En la coyuntura, mientras los golpistas hondureños se disputan los basureros de la historia, el presidente Manuel Zelaya no mueve el dedo del renglón y empieza a erigirse como un ciudadano digno de su pueblo.
© La Jornada