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Joxean Agirre Agirre Sociólogo

Alfredo Pérez Bocarrana

Los acontecimientos que están marcando la actualidad del verano en relación al conflicto armado colocarían a cualquier ministro del Interior en una situación comprometida y con la dimisión como única salida digna, como subraya Agirre en este artículo. Sin embargo, Alfredo Pérez Rubalcaba ha escogido otro camino: el de la amenaza permanente a la izquierda abertzale, a la que advierte de que no volverá a ser legal mientras exista ETA. Ante ello, el autor concluye que «si lo que preocupa en Madrid es la iniciativa política de la izquierda abertzale, es preciso articularla de manera contundente y diáfana».

España, ese país lleno de testosterona que Osborne inmortalizó en forma de toro bien dotado, tiene una clase política marcada con el hierro de los Tercios de Flandes. Los tercios fueron famosos por su resistencia en el campo de batalla y formaron la élite de las unidades militares en la época de los Austrias, pero dejaron su sello en la psicología colectiva del país. De lo contrario, no es posible entender lo que viene ocurriendo desde 1975 a esta parte. Ningún observador imparcial y medianamente descontaminado de la propaganda oficial es capaz de entender que, llegados al año 2009 con la misma agenda de asuntos pendientes en la cartera del ministro de Interior de turno, el titular del ramo sea tan categórico al reclamar para su bando una victoria tan falsa como imposible.

Llama la atención que tras atentar mortalmente contra el jefe de la brigada antiterrorista de la Policía Nacional en Bilbo, Pérez Rubalcaba compareciera para insistir en la debilidad operativa de ETA. Resulta aún más llamativo que a las pocas horas de que una furgoneta bomba destrozara la casa cuartel de la Guardia Civil de Burgos, el mismo ministro aludiera a esa acción armada como a «un gran atentado fallido». En el curso de este mismo verano, hemos pasado de aquel paisaje propio de Grozni a una durísima ofensiva de ETA en Mallorca, el sancta sanctorum de la seguridad estival, no en vano pasan sus vacaciones en la isla el jefe del estado y buena parte del TopTen empresarial e institucional. También en este caso, en lugar de presentar su dimisión, este político nacido en Solares se ha explayado en declaraciones amenazantes y en muestras más que palpables de su propio desconcierto.

Una vez más, ha prevalecido el espíritu de Flandes, gracias al cual siete generaciones lucharon casi incesantemente en defensa de la monarquía hispánica, luchando aquí y allá, o guarneciendo las plazas fuertes, ciudadelas y castillos que enarbolaban el pendón de España en cuatro continentes. Total, para perderlo todo, como diría el mismísimo Capitán Alatriste.

En cualquier caso, que este veterano responsable del PSOE se haya convertido en el político más sobresaliente del verano, es un indicador de la distancia que existe entre propaganda y realidad. Ni la ofensiva represiva es capaz de acabar con la actividad armada de ETA, ni el constante acoso contra la izquierda abertzale termina de ofrecer réditos palpables a la estrategia del Estado. Pérez Rubalcaba no ha dejado de hablar en los últimos meses, lo cual indica que su parcela de responsabilidad continúa siendo la primera y principal de la acción global de gobierno. No me negarán que es curioso que si el «fenómeno terrorista» pasa por ser asunto únicamente de policías y jueces, el ministro del área sea el más prolífico en declaraciones y ruedas de prensa.

Fraga, Martín Villa, Ibáñez Freire, Rosón, Barrionuevo, Corcuera, Asunción, Belloch, Mayor Oreja, Rajoy, Acebes, Alonso y Pérez Rubalcaba han paseado, en el lapso de treinta y cuatro años, la cartera del ministerio de Interior. Todos ellos llegaron, fracasaron y se fueron. Sólo uno fue cesado, Antoni Asunción, tras huir el corrupto Roldán con una fortuna y pasaporte falso. Es decir, la frustración continuada y estrepitosa de la estrategia «antiterrorista» en el reinado iniciado en 1975 no le ha costado el cargo hasta hoy a ningún titular del ministerio. Cosa tanto más curiosa cuando, entre malogros y desgracias, han proliferado los casos de corrupción, guerra sucia, torturas y brutalidad policial acreedoras de severas condenas desde reconocidas instancias internacionales.

Alfredo Pérez Rubalcaba, cántabro con peso específico en las ejecutivas de Felipe González y Jose Luis Rodríguez Zapatero, pasará a la historia del ministerio del interior español como uno de los más longevos en su puesto (sólo Barrionuevo, Corcuera y Mayor Oreja han ocupado por más tiempo el despacho del Paseo de la Castellana), pero, sobre todo, como el más locuaz, diserto y voceras que jamás ha comparecido ante los medios. Llegó para cargarse el proceso en marcha en el año 2006, y tres años más tarde se desgañita ante cámaras y micrófonos con una cantinela machacona y estridente: que ETA pierda toda esperanza de negociar. Después de medio siglo de existencia, al ministro más vetusto del panorama político español sólo se le ocurre incitar a ETA a seguir como hasta ahora, porque la vía del diálogo no existe. Y si interpretamos sus declaraciones desde la otra perspectiva, la de quienes sufren los atentados de la organización armada, el balance parece mucho más descorazonador: «Todavía tienen capacidad de hacernos sufrir». ¿Eso es todo lo que ofrece un servidor público encargado de proteger a la ciudadanía? ¿Impotencia, resignación y arrebatos de arrogancia ante los periodistas?

No pasará mucho tiempo antes de que éste u otro presidente de gobierno español decidan poner el cargo de ministro de interior en manos de un nuevo amigo de confianza. Alfredo y sus chanzas, las olimpiadas del 2016, en Madrid y sin «terrorismo», sus trucos de alumno de segundo curso de ciencias de la comunicación social, quedarán para los anales de la charlatanería ministerial. Lo peor de su herencia política será que el poso demagógico de su trayectoria habrá embarrado hasta la cintura el entendimiento de la opinión pública española, ávida de soluciones pero, a la par, seducida por el sueño irrealizable de una victoria al viejo estilo del siglo XVII, cuando en la España imperial nunca se ponía el sol.

Como Diego Alatriste, Pérez Rubalcaba pasará a ser un veterano de los tercios de Flandes que malvive con sus recuerdos en el Madrid del siglo XXI. Con escolta vitalicia y jubilación dorada, al estilo de sus antecesores. Pero de momento, ejerce de portavoz de la posición oficial del Estado. La izquierda abertzale, dice con gesto enfático y aires de profeta, nunca volverá a la legalidad por mucho que condene explícitamente la violencia. Del enemigo el consejo, será bueno tener en cuenta las recomendaciones de este segundón con el pecho adornado con la orden de Santiago, y centrarse en lo esencial.

Si lo que preocupa en Madrid es la iniciativa política de la izquierda abertzale, es preciso articularla de manera contundente y diáfana, sacándola del vertedero argumental del «empate infinito» y colocándola en el cauce central de toda estrategia nacional: la suma de fuerzas y compromisos políticos y sociales en el camino hacia la independencia. La implantación de esa estrategia eficaz y su desarrollo posterior son la única manera de tapar la boca a esa clase política acomodada en las frases de condena y en el banco de autoridades de las capillas ardientes. Para jubilar cuanto antes a los Pérez Rubalcaba de la escena política, para abordar con garantías cualquier proceso democrático basado en la voluntad de Euskal Herria y en la negociación, es urgente salirse de la espiral a la que nos empujan (fotos, prohibiciones, legalidad amañada) y poner los dos pies en la idea central: hacer de la suma un ejercicio viable y efectivo.

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