Fallece el escritor Pablo Antoñana
Pablo Antoñana: una lección de sabiduría y compromiso
El escritor navarro Pablo Antoñana falleció la noche del viernes a los 81 años. Intelectual comprometido y poco cómodo para el poder, columnista mordaz y escritor fecundo, colaboró desde sus inicios con GARA.
A.E.-A.A. | DONOSTIA
Por sorpresa, porque últimamente había experimentado una mejoría en su estado de salud, el escritor Pablo Antoñana sufrió una recaída el pasado miércoles que desencadenó en su fallecimiento la noche del viernes en su casa de Iruñea. Su cuerpo se encuentra desde ayer en el Tanatorio Iratxe y será incinerado este mediodía. En el cementerio de la capital navarra tendrá lugar una despedida íntima, si bien su familia anunciaba ayer que próximamente tendrá lugar un acto civil. Porque el escritor navarro no era amante de los funerales. Se está preparando una despedida que tendrá lugar la semana próxima -se barajaba la fecha del miércoles- y que casi con toda probabilidad se llevará en el Patio de los Gigantes de la calle Descalzos, en pleno Alde Zaharra de Iruñea.
Prolífico autor y colaborador de este diario desde su nacimiento, donde desplegaba su pluma punzante en las páginas de Iritzia y el suplemento cultural Mugalari, a Pablo Antoñana el reconocimiento literario no le llegó hasta la última etapa de su vida. En los últimos tiempos habían disminuido sus publicaciones, aunque continuaban aparecían con cuentagotas -sus últimos libros datan de 2008: «Aquellos tiempos» y «Escrito en silencio»-. Siempre inquieto y comprometido, sin embargo, no cejó en su actividad cultural, social y política. Siempre dio su apoyo a cualquier iniciativa que creyese justa, como las relacionadas con la recuperación de la memoria histórica. No en vano, él mismo se consideraba un testigo literario del mundo que le tocó vivir. En abril de 2008, por ejemplo, le encontrábamos como redactor del manifiesto hecho público con motivo del 500 aniversario de la conquista de Nafarroa, a conmemorar en 2012, y que fue firmado por diversas personalidades del ámbito cultural. Antoña- na escribía en aquel texto: «La historia nos enseña que fuimos independientes y que dejamos de serlo no por la voluntad de nuestros antepasados, sino por las conquistas españolas y las ambiciones francesas. Y precisamente nuestro interés principal no está en el pasado, sino en el presente y en el futuro. Afrontamos la recuperación de la memoria histórica como un paso hacia nuestra libertad y defensa de nuestros derechos».
Recolector de datos
«Estoy deseando cumplir 80 años y quisiera llegar a los 90, porque, como decía el otro, a esa edad mueren pocos», confesaba en 2007, cuatro meses antes de llegar a esa edad. En sus palabras se desprendía su intensa voluntad de vivir: «Para mí la vejez no tiene nada de negativo». En esas fechas, el inconformista Pablo Antoñana (Biana, 1927), que detentaba ya el premio Príncipe de Viana 1996, recibía en Lizarra otro galardón, el que lleva el nombre de Manuel de Irujo, otorgado por la asociación Irujo Etxea. Antoñana, con su inseparable boina, desgranó para este periódico su trayectoria, sus inquietudes y sus fobias.
El premio le reconoció «su compromiso en favor de la recuperación y difusión en el mundo de la cultura, historia y tradiciones vascas», aunque él prefirió quitarle hierro: «Es un poco enfático, porque, en realidad, yo no he hecho más que recoger datos, pensar y escribir, sin buscarle trascendencia. Mi intención no ha sido nunca rescatar nada. Simplemente he vivido muy pegado a mi tierra. A la tierra se la quiere o no, que tampoco digo que haya que quererla, sino que uno es la misma tierra. Yo me he nutrido de ella y, en parte debido a mi trabajo como secretario de pequeños municipios, por mis manos han pasado datos que muchas veces ni siquiera he buscado. (...) Me he limitado a recoger datos de un mundo que he visto agonizar y del que me considero un superviviente. Sólo siento no haber recogido con mi máquina fotográfica todas las cosas que se han perdido y que sólo conservo en la retina. Porque yo tengo en la retina aquel 18 de julio y los sudores de los trabajadores del campo y las fiestas...», añadía.
Con una obra enraizada en la tierra, pero a su vez totalmente universal, Antoñana explicaba así esa supuesta dicotomía: «Para llegar a lo universal, hay que escribir sobre lo local. Eso es un hecho plenamente reconocido. El que escribe de su pueblo no es un pueblerino, pueblerino es quien, por complejos o por lo que sea, escribe de lo que no conoce». «Yo me he sentido siempre más bien desterrado en mi propia tierra. Ya se sabe que nadie es profeta o poeta en su tierra. Esta tierra ha sido para mí un microcosmos que me ha proporcionado historias. Vivir desterrado ha sido una gran ventaja para mi escritura, porque el escritor necesita silencio y sosiego, y yo lo he tenido». Hasta el último momento, este hombre de humor negro y que se declaraba un pesimista activo, siguió escribiendo. Anunciaba en aquella entrevista que andaba metido en sus memorias, que incluirían un «Diccionario de la mala uva». «Pero ese diccionario no es para publicar, no al menos inmediatamente, si no, como mínimo, quince años después de que yo muera, si es que entonces tiene algún interés».
Sus maestros
Nacido en Biana el 29 de octubre de 1927, realizó la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza. Allí comenzó a publicar sus primeros escritos. Casado con Elvira Sáinz en 1955, tuvieron dos hijos y trabajó hasta su jubilación como secretario del Ayuntamiento en varias de las cinco villas de Los Arcos, lugares que convirtió en los territorios narrativos de su República de Ioar, un lugar imaginario sin moscas, curas y guardiaciviles. Miembro de Eusko Ikaskuntza, colaborador habitual de medios de comunicación, de su pluma salieron títulos como «Botín y fuego y otros relatos» (Pamiela, 1985), «Memoria, divagación, periodismo» (Pamiela, 1996) o «El último viaje y otras fábulas» (Ttarttalo, 2001).
«Empecé a escribir como imitando al maestro, Francisco Navarro Villoslada», recordaba de sus inicios como escritor. Nació en su misma casa. «No sólo nací en la misma cama en la que él murió, sino que ésa es la cama en la que duermo actualmente», matizó. Sus abuelos fueron los administradores de la casa de Navarro Villoslada en Viana, donde la hija del escritor, doña Blanca, pasó sus últimos años. Allí fueron naciendo todos sus tíos y su madre, que más tarde se convertiría en la criada de doña Blanca. «Mi madre me servía de intermediaria con Navarro Villoslada. (...) Sabía por boca de ella cosas como en qué habitación había escrito `Amaia' o que era un señor muy nervioso que andaba a largos pasos». Y de leer a los maestros, aunque de pensamiento «antagónico», pasó a escribir «Si yo hubiese creído en el espiritismo, hubiera dicho que el alma de Navarro Villoslada se había incorporado a la mía o algo por el estilo».
Desencantado por las elecciones que tuvieron lugar el fin de semana anterior a la entrevista, se mostraba poco esperanzado. «Dicen que un viejo es un viajado, es un hombre que ha hecho un viaje largo. Hubo un tiempo en que tuvimos la esperanza de que iba a venir un mundo distinto. Estoy un poco indiferente ante lo que pueda venir, porque vendrá lo que yo ya viví, que tengo ya muchos años». Desconfiado de las ideologías y los cambios bruscos de los hombres, confesaba que no le quedaba más remedio que ser heterodoxo, «porque echo una mira- da alrededor y veo la condición humana, que es miserable. (...) Yo fui un ortodoxo al 100%, tan enamorado de los principos del Evangelio que, al ver que quienes tenían que practicarlos no lo hacían, se me cayó el alma al suelo». Y añadía: «Tengo mal concepto de los periodistas que, como los políticos, han cambiado. (...) Lo que no soporto son esos cambios bruscos». A pesar de ello, era fiel a su cita como articulista, «el periódico también me gusta, entre otras cosas, porque me obliga a condensar. Eso es algo que debo a «Egin», que me ayudó a mejorar mi estilo». La familia de Gara -la redacción y sus lectores- le echan ya de menos.
En sus memorias, que tenía previsto completar, hay un apartado que él denominaba «Diccionario de la mala uva», donde citaba a personajes conocidos. «No es para publicar, al menos inmediatamente -explicaba-, sino como mínimo quince años después de que yo muera»
«Yo no he hecho más que recoger datos, pensar y escribir, sin buscarle mayor trascendencia. Mi intención no ha sido nunca rescatar nada, Simplemente he vivido muy pegado a mi tierra. A la tierra se la quiere o no, que tampoco digo que haya que quererla».
«Los entendidos que no entienden, cursiparlantes que pasaron por Niu Yok, pronuncian, a la moda anglosajona, `Maidoff'. Es que yo, enredador y entrometido, digo si no es quizá nuestro Madoz, un ovejero del valle de Erro que echó raíces en el Imperio (...) Recordó el oficio de prestamista (...) y sabía que «mejor que saber leer es saber contar (dinero)». Así arrancaba su última columna en Mugalari, en enero, dedicada a Madoff.
En octubre de 2001, en el transcurso de las jornadas que le dedicó el centro Koldo Mitxelena de Donostia, Pablo Antoñana leyó ante un auditorio entregado su «Testamento». Adoptando el papel de un recien fallecido que, en su propio velatorio repasa su vida, el escritor de Biana habló de su inconformismo, de su soledad, de la literatura y la de República de Ioar, una tierra de «mi invención, sin asiento en la ONU, gracias a Dios».
Soledad: «Escribir es soñar y soñar es vivir, vivir de otra manera, solo, en silencio y en soledad. Y hay que renunciar a mucho para ejercer con mediana capacidad este oficio. Muchos años viví solo y casi con la condición de desterrado en mi propio país. Quizá pueda servir de consuelo lo recogido de Alfonso Sastre: 'siendo ignorado no se está tan mal'. Pero, confieso, me fue fértil y beneficiosa esa soledad. Pues aprendí de la gente de a pie lo que no dan los libros».
Literatura: «Al libro le debo todo. Me ayudó a salir de la oscuridad donde siempre residieron los míos, gente iletrada, enganchado como soldado en guerras que nunca fueron suyas, sumisa, resignada. El libro es un fascinante prodigio, pura lujuria, un misterio, siempre fue cosa de pocos. Lujo, privilegio, por tanto herramienta de ejercicio de poder. Se cultivó la ignorancia, por tanto no se enseñó a leer, y el libro, vehículo conductor hacia la dignidad, fue cicateramente negado, Al libro le debo cuanto soy, posiblemente significa una revancha de los míos, para quienes la posesión de un libro fue sueño secular».
República de Ioar: «Me consuela saber que cuanto escribí lo fui recogiendo de boca de los campesinos de mi pequeño país. Ese mundo no pertenece a la extravagancia cosmopolita, moda o desvirtuamiento del quehacer literario. Escribí sobre mí mismo y mi alrededor inmediato, Recibí cuanto pude de mi pequeño país. Sin él, cuanto escribí carecería de sentido, o hubiera tenido otro. Se acomodó mi ser entero, con la fidelidad del guante a la mano, llegando ser la misma cosa: Tierra-yo-mismo. Yo-mismo-tierra. Una tierra por cuya carnadura transitaba al mismo tiempo el amor, el odio, el disgusto, me dolía. La odeaba, al tiempo que la reclamaba como madre. Nunca renunciaré a su calor».