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Floren Aoiz www.elomendia.com

Un lujo, Pablo

Ahora que Pablo ha muerto, los buitres son claramente visibles. Han olfateado la presa y quieren llevarse del difunto lo que nunca pudieron arrebatarle en vida. Llevan días sobrevolando los escenarios de la literatura y la vida de Antoñana

Como suele ocurrir, los expertos en literatura afloran como las setas para ensalzar la figura de Pablo Antoñana. Es lo que trae la muerte. Como no soy uno de esos expertos, mi recuerdo será diferente. Tuve la suerte de tratar a Pablo, una suerte que se extendió hasta el prólogo de mi libro sobre la transición en Nafarroa. Un lujo, un gran lujo. Leer a un gran escritor es una gran cosa, pero echarse unos vinos con él por el Casco Viejo o saludarle en la Plaza de San Francisco y ver cómo te fustiga, «¡Tú también tienes perro! ¡Qué manía de acabar todas las palabras en `ico'», eso sí que es disfrutar de la oportunidad de acercarse a la persona que escribe.

Y es que los libros, aunque a veces lo olvidemos, los escriben personas. Seres con defectos y virtudes, a menudo movidos por pasiones que les hacen sufrir y los convierten en bichos raros. Una de las palabras que muchos han usado estos días para referirse a Pablo ha sido «cascarrabias». En cierto modo lo era, pero hasta para eso hace falta tener gracia, y Pablo la tenía. Convirtió esa faceta en una fuente de ideas, críticas, reflexiones y latigazos. Uno sabía que hablar con él era exponerse a recibir unas cuantas descargas, pero nunca se trataba de poses ni ataques gratuitos, sino del fruto de una vida enteramente dedicada a pensar y repensar sobre el mundo que tenía alrededor.

Ahora que Pablo ha muerto, los buitres son claramente visibles. Han olfateado la presa y quieren llevarse del difunto lo que nunca pudieron arrebatarle en vida. Llevan días sobrevolando los escenarios de la literatura y la vida de Antoñana, con la intención de llevárselo todo. Acudieron al acto de despedida en el Patio de los Gigantes el pasado 19. No tardaremos en verlos disputarse cada hito de la memoria del finado.

Alguno tuvo la ocasión de escuchar palabras duras en la despedida. No era agradable ver a algunas de las personas allí sentadas, si bien hay que reconocer que llevaron lo suyo y, aunque se tratara de un tremendo ejercicio de hipocresía, no deja de ser una victoria póstuma de Pablo haberlos sometido a semejante bochorno.

Ahora intentarán presentarnos a un Pablo crítico con todo, distante de casi todo. Es otra manera de ocultar que se trataba de una persona con ideas claras que no dudaba en expresar públicamente. Pablo -son sus propias palabras- tenía firmes convicciones. Eso queda en evidencia en sus obras, tanto en sus libros como en sus demás escritos. Hace un año fue, por ejemplo, uno de los firmantes del manifiesto en torno al quinto aniversario de la conquista de Nafarroa. «Me repugnaron siempre quienes se decían `apolíticos', como si la política fuese algo apestado, de lo que había que huir bufando como un toro», escribió.

Pablo sufría viendo la situación de nuestro país. No le gustaba lo que veía, porque sabía que se trataba de una vieja historia, dramas y tragedias de largo recorrido. Eran unas cuantas las cosas en las que no estábamos de acuerdo -yo no pretendo llevarme el ascua de su memoria a mi sardina-, pero mereció la pena conocer a Pablo. El mundo sería mejor con más cascarrabias como él, aunque de vez en cuando su bastón descargara sobre nuestras espaldas. Entre otras cosas porque ¿quién no se lo merece de vez en cuando? Milesker, Pablo!

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