Marcos Roitman Doctor en sociología
Marcas blancas, consumidores, capitalismo y crisis
Con grandes dosis de ironía, el autor pone de manifiesto la agresividad de las campañas iniciadas por las empresas más poderosas contra las marcas blancas. Campañas que no dudan en utilizar el chantaje emocional para advertir al consumidor de que comprar ese tipo de productos significa perjudicar a la industria y apostar por el mantenimiento de la crisis. Cuando todo va bien, elegir en el mercado es la ley. Cuando las cosas se tuercen, optar por las marcas blancas es tomar una opción equivocada. El cliente ya no tiene la razón.
En medio de un proceso de restructuración del capitalismo, donde se multiplican el desempleo, el trabajo precario, el despido libre y la pérdida de derechos laborales, las empresas trasnacionales abogan por un consumo de marcas. Hacen defensa de lo suyo y no escatiman esfuerzos. En otros términos, tratan de inducir compras con sello. En la actualidad esta práctica se traduce en una agresiva campaña publicitaria, considerando irresponsable adquirir productos blancos. Todos los anuncios de las grandes empresas concluyen con un rotundo «no producimos para otras marcas».
Igualmente, han construido un relato específico: no se engañe, envases similares no garantizan calidad. Se sienten abandonados por los consumidores, quienes han perdido la fidelidad una vez transcurrida la bonanza de los sectores medios, tan adictos a las modas como al consumo suntuario. Antes muerto que sencillo.
Hoy, los fabricantes de marcas consideran una competencia desleal la emergencia de productos de bajo costo. Según ellos, los ingenuos compradores se arriesgan a sufrir decepciones. Por consiguiente, son objeto de fraude. Además, optar por este tipo de consumo tiene una consecuencia nefasta: el aumento del desempleo. Si no lavan con los detergentes procedentes del futuro, desayunan con cereales para combatir el estreñimiento o meriendan con cremas de chocolate y avellanas para ser fuertes, las empresas con pedigrí se verán en la imperiosa y triste necesidad de recurrir al despido de personal. Todo tiene un precio y la irresponsabilidad, al preferir marcas blancas, conlleva profundizar la crisis y aumentar las cifras del paro. La conclusión es de Perogrullo; aporte su granito de arena. No renuncie a los consejos ni sea un mal consumidor. Evite convertirse en un pirata y un traidor. No se deje seducir por cantos de sirena. Comprar barato es una estrategia errónea y peligrosa. A la larga siempre sale caro.
El ejemplo más sangrante para preservar el monopolio de las marcas con tanta explotación conseguida tiene su máxima en la actuación de las empresas farmacológicas y agroindustriales. Los grandes laboratorios se oponen al consumo de genéricos. Son cancerberos celosos de sus patentes e investigaciones. Tampoco las empresas enquistadas en el sector agrícola y alimentario se quedan atrás con su política agresiva de implantar el consumo de transgénicos. Ellos, que son los mismos que acosan y acaban con los pequeños y medianos campesinos, les obligan a consumir sus productos. Sin embargo, encolerizan cuando se cuestionan sus prácticas y se abren otras alternativas. Mutados en guardianes del mercado, no aceptan la competencia. Se consideran atacados por una plaga de ecologistas sin alma, cuyo fin pretende acabar con su existencia.
Así se presentan como honestos empresarios. Ayúdeles a sobrevivir. Gaste un poco más y obtenga en compensación el placer de olfatear olores exclusivos, paladear sabores sublimes y tener sensaciones de ensueño. No se abstenga, abra cajas con artículos 10 veces más pequeños en su interior. Practique idiomas leyendo las instrucciones en cirílico, alemán, francés o italiano. Viva la magia de envoltorios. Déjese llevar por el erotismo de las formas. Dé rienda suelta a sus emociones reprimidas cuando adquiera camisas Lacoste, sudaderas Adidas o pantalones Levi's. Cruce la frontera, atrévase a saborear la diferencia. Siéntase deseado y admirado. Aléjese del resto de los mortales ajenos a la felicidad de vestir, comer o divertirse luciendo etiquetas de las trasnacionales comprometidas con el consumo responsable.
Pero si a pesar de las recomendaciones opta por galletas, yogures, chorizos, camisas, perfumes o bolígrafos anónimos, se transforma en un canalla sin cualidades. Está condenado al fracaso y llevar una existencia gris. En definitiva, nos dicen, uno acaba siendo lo que consume. No debe conformarse con un coche cualquiera. Debe comprar un BMW, y si no paga los plazos fue feliz mientras duró, aunque le embarguen. Igualmente, no sea tacaño. Celebre el acontecimiento con champagne francés y no lo sustituya por sidra asturiana o vino espumoso. Si cae en dichas aberraciones demuestra su mediocridad.
Hasta hoy, los acólitos del capitalismo nos han dado la murga afirmando que el mercado constituye el espacio donde se despliega la libertad de elegir, base del progreso, la democracia y la acumulación de capital. Sin embargo, en medio de una crisis, cuando el principio y libertad de elegir debe primar sobre cualquier otro, su ejercicio se transforma en un obstáculo. Los consumidores apegados a sus criterios de libre elección son adjetivados de arpías, seres despreciables, sacrílegos condenados al infierno.
Por esta razón, de la noche a la mañana, se elimina del manual del buen empresario la frase enseñada con tanto fervor a los empleados de sus comercios: el cliente siempre tiene razón. Ahora debe ser rechazada. Atrás queda el mercado fundamentado en los gustos del cliente. Si anteriormente los empresarios satisfacían al consumidor mediocre que prefería vino barato ofertando aguachirle a los mejores caldos, hoy es una alteración de las leyes de la oferta y la demanda. Este principio, otrora una verdad irrefutable para los gurús amantes de la economía de mercado, se considera obsoleto. Ahora son intervencionistas.
Por último, es curiosa la escasa o nula congruencia entre teoría y práctica de una economía de mercado. Primero se predica la libertad de elegir, y cuando se ejerce se penaliza a sus ingenuos ejecutores. Esta paradoja, inherente al capitalismo, no tiene solución dentro de sus entrañas, de lo contrario no sería una paradoja. Se vive en un mundo esquizofrénico donde no hay escapatoria, salvo transformando las paradojas en contradicción.
Es decir, en enunciados dialécticos articulados a voluntades políticas para superarlos. En ello consiste el problema. Mientras tanto, las empresas cuyas marcas controlan el mercado seguirán patrocinando un consumo acorde con sus intereses en contra de toda perspectiva ética y humanista.
© La Jornada