Carlos GIL

La adaptación de 1984 a cargo de Michael Gene Sullivan sitúa toda la acción dramática en la confesión del protagonista, Winston, y esta opción limita las posibilidades escénicas, y configura un campo abonado a la descripción, al intervencionismo discursivo, sin apenas acciones, a la vez que le proporciona las posibilidades de condensar en apenas dos horas todas las consignas que quieren extraer con este montaje de la obra «orwelliana».

Quizás esta visión utilitaria, viable en términos operativos, de la adaptación, sea el mayor lastre del resultado final. En un espacio escénico que pretende ser significante, pero que acaba siendo un contenedor frío. El equipo actoral debe ir desgranando unos textos que son narraciones, sin apenas movimientos orgánicos, colocándose en una estructura de movimientos, de coreografías, de gestualidad que de alguna manera se empasten con el gris de su vestuario, de la escenografía y en donde resalte el blanco de la víctima, el torturado, el violentado, pero que todo sucede desde un formalidad reglada, sin más espíritu que el de ajustarse a la idea básica, a que el texto transmita las ideas fuerza confiando e el poder de la palabra.

Es una opción, pero en la función presenciada vimos una interpretación excesivamente forzada por una aproximación naturalista revisada en algunos pasajes, sin un ápice de riesgo, lineal, afectando esta tibieza al mismo contenido. La sentimos como una lectura dramatizada. Y esperábamos mucho más. Tanto por el texto desde el que se partía, como por el equipo de dramaturgia, dirección y actoral.