El principio del umbral
Hace ya unos años se corrió el rumor sobre la presencia de un guardia civil que en los controles policiales ubicados en la vía entre Bilbao y Gasteiz se dedicaba a debatir sobre temas políticos con los retenidos. Estas cosas, ya se sabe, en un país como el nuestro tan acotado por razones de estado, suelen tener un soporte indefinido, a medias entre la verdad y la fábula. Habitualmente, han sido fuente de numerosas leyendas urbanas.
Sin embargo, tuve la ocasión y la fortuna de comprobar que, al menos esta vez, la leyenda era cierta. Acababa de dejar el peaje de Arrigorriaga cuando una señal de control policial y unos gestos inequívocos me llevaron al arcén. Allí estaba el mítico guardia civil, destacando entre los suyos. Viajaba con un compañero y, por razones inescrutables, yo fui el elegido. Me indicó un sendero que penetraba en un terreno lleno de zarzas y arbustos y, juntos, nos adentramos en el bosque. Miré para atrás y allí divisé a mi colega, al otro lado del cristal del coche. Acongojado.
No hubo prolegómenos. La conversación, por razones obvias, no tuvo excesivo recorrido. Ahorraré al lector sus términos, no así la conclusión. El tema elegido por el agente fue el de la autodeterminación. Y su desenlace no pudo ser más paradigmático: «Si los vascos se desgajan de España -decía el policía- luego vendrán los catalanes y los gallegos detrás». «Y entonces -añadió- España será muy pequeña». Y para reforzar su afirmación realizaba un gesto muy expresivo con los dedos de su mano, que de estar extendidos, menguaban.
La historia no pasaría de ser una nimiedad más en el libro del anecdotario esquizofrénico de este país sino fuera porque detrás de semejante idea, trasmitida por un agente anónimo de una fuerza policial, se encuentra uno de los argumentos más sólidos de la unidad española. Se me tachará de manipulador o de confundir un contenido con un continente. Y, en previsión, me cubro las espaldas con un texto casi idéntico de uno de los padres del liberalismo cuya versión aplican los gestores del constitucionalismo español: John Stuart Mill.
El londinense Stuart Mill escribía en su «Utililitarianism, Liberty and Representative Government» (1863) algo así como: «Nadie puede suponer que no es más beneficioso para un bretón o un vasco de la Navarra francesa ser miembro de la nacionalidad francesa, participando en igualdad de condiciones de todos los privilegios de la ciudadanía francesa que estar enfurruñado en sus propios peñascos, reliquia semisalvaje de tiempos pasados, dando vueltas en su propia y pequeña órbita mental, sin participación ni interés en el movimiento general del mundo».
Curiosamente, guardia civil y economista coinciden en que lo importante es el tamaño. Y lo que pudiera parecer un recurso literario, el encajar ambas afirmaciones en épocas y lugares diferentes para arropar un argumento, en realidad es la unión de ejemplos de una forma de pensar muy extendida. Tanto, que el historiador británico Eric Hobsbawn hizo su interpretación: naciones y pueblos que cruzaran un límite tendrían derecho a ser estado. Los que no lo hicieran deberían depender del paraguas de un estado ajeno. Y a la teoría le puso nombre: «El principio del umbral». O sea, que el tamaño importaba.
La construcción europea del siglo XIX, a partir de 1830, partió de ese principio. Estados legítimos lo eran cuando su tamaño territorial era considerable e ilegítimos los menudos. El liberalismo triunfante de la revolución industrial británica y la burguesa francesa, trajo consigo una ampliación en las miras de los gobernantes y de los sectores que los sostenían. Puesto que los ideales de democracia y el nacimiento del concepto de derechos universales del hombre brotaban del desmoronamiento del Antiguo Régimen, antítesis de los principios de igualdad y libertad, cabría esperar que pueblos y naciones alcanzaran su soberanía.
No fue así, como bien sabemos. Las fronteras de los estados monárquicos, los ideales imperiales de los reyes, se transmitieron a los liberales que construyeron las democracias modernas. Un sinsentido, aparentemente, que con el tiempo ha dejado un poso imborrable. Parte de los territorios estatales que hoy conocemos provienen del denostado «derecho de conquista». Antidemocrático, pero de aquellos lodos se aprovechan los demócratas.
Hoy, muchos de los apologetas democráticos defienden con pasión ese nacionalismo de estado que no es sino expresión de siglos de infamias, de construcciones elitistas de monarcas europeos emparentados entre sí. Es decir, que cientos de millones de personas padecen los límites inventados hace siglos por una elite tan minoritaria como para encajar sus apellidos en un par de folios. No es la razón la que impera.
El principio de nacionalidad que surgió con el liberalismo fue aplicable en la práctica únicamente a las nacionalidades de gran territorio. Los casos español y francés son palmarios. Se trató de procesos de expansión y esas nacionalidades fueron soportadas por motivos casi estrictamente económicos. Una gran nación, como la española o la francesa, tenía más facilidad de competir que una pequeña, por razones evidentes. Liberalismo en estado natural.
Los movimientos nacionales se convirtieron, la historia nos lo cuenta, en movimientos de expansión. Y en esa inercia entraron socialistas y comunistas. Alemania se unificó, Italia hizo otro tanto y España y Francia ampliaron su territorio a costa de colonias en los confines del mundo. Más adelante, la URSS leninista construyó un gigantesco estado sobre la sombra territorial del imperio zarista. Hasta serbios y croatas se unieron para inventar Yugoslavia, sin ningún soporte histórico.
En la cercanía, el apoyo de los líderes políticos fue general. Tan española era la tierra guineana en África como la barriada madrileña de Alcorcón, la calle de los tintoreros de Tetuán, como la de basílica del Pilar de Zaragoza. Y quien no lo entendiera era un cavernícola. Cuando la Segunda República española deportó a los comunistas a Guinea por su participación en las huelgas revolucionarias, nadie alzó la voz por la extranjería del destierro, sino que cuando lo hicieron fue por su lejanía. Cuando Abd el Krim declaró la guerra al Ejército español, unos años antes, Eli Gallastegi, defensor del líder rifeño, fue tratado como un marciano incluso por sus compañeros de partido.
El principio del umbral había calado entre los agentes políticos y sociales. ¿Qué podía hacer el reino medieval de Navarra, como diría Stuart Mill, ante las pujantes monarquías vecinas apoyadas por el Vaticano, representante de Dios en la Tierra? Nada. ¿Qué pintaba Vasconia al final de la Segunda Guerra Carlista, derrotada por el liberalismo, en medio de modelos gigantes como el imperio otomano, el austrohúngaro, el británico o el ruso? Nada.
La izquierda española y francesa, anclada en los principios de la democracia liberal, apoyó firmemente el principio del umbral y, por tanto, jamás percibió con simpatía cualquier movimiento relacionado con la corriente de una nación, un estado. Todos los líderes socialistas, comunistas e incluso anarquistas apoyaron la Gran España. Miguel Hernández lo condensó en una hermosa poesía, «Vientos del pueblo», pero vientos del pueblo... español. Una quimera que aún hoy se construye desde el Estado.
Las dos guerras mundiales, sobre todo la primera, terminaron con el principio del umbral y reordenaron el mapa europeo. La caída del muro de Berlín originó el tercer terremoto nacional del siglo XX en Europa. El umbral, el tamaño, parecía no importar: Islandia, Noruega, Luxemburgo, Holanda, Liechtenstein, Bosnia... en fin una lista que casi la conocemos de memoria.
Hoy, a pesar de todo, dicen que el principio del umbral ya no importa. Aunque no comparto esa afirmación, algunas señales, como el apoyo socialista al derecho de autodeterminación del Sahara (70.000 habitantes) o el reconocimiento del estado de Vanuatu (menos habitantes que Bilbao), o la no invasión de Andorra (80.000 habitantes de ellos 30.000 andorranos) parecen certificarlo. Por tanto ya no habría límites a la idea de una nación un estado. Y si así fuera, la refriega se centraría en el término nación. ¿Somos los vascos una nación? Pregunten, pregunten.