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UN VIAJE POR LA HISTORIA TRÁGICA DEL ROCK

Crónica rosa de una dualidad sórdida

Aunque la estirpe del rockero intocable se extinga, han sido muchas las anécdotas que han sazonado la historia de la música popular del siglo XX. Antes de convertirse en seres endiosados sin conexión con la realidad, muchos eran personas normales con un talento especial. Aunque las aptitudes artísticas no eran un requisito indispensable para ser una estrella.

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Izkander FERNANDEZ | BILBO

Cuenta la leyenda, y así lo transcribe Gary Herman en las páginas de «Historia Trágica del Rock», que Brian Wilson, el principal compositor de los Beach Boys de los años 60, mandó «instalar un cajón de ocho toneladas de arena para enterrar en ella los pies al tocar el piano; experimentó con LSD y otras drogas, buscando investigar las posibilidades sicodélicas de la música y las drogas». Wilson era un perfeccionista de armas tomar, pretendía escribir las letras más gloriosas de la historia del pop y, en el otro rincón del cuadrilátero, estaban los Beatles del «Sgt. Pepper».

Con esa colección de imágenes es posible reconstruir la idea principal que el británico Gary Herman, periodista de prestigio internacional y con una larga trayectoria de especialización en música moderna, trata de desarrollar en el viaje exhaustivo recientemente reeditado por la editorial MA Non Troppo. La dualidad existente entre las estrellas del rock, esos colosos mediáticos que son tratados como dioses por las masas, pero que son incapaces de encontrar la paz. Capaces como iconos e incapaces como personas, permanecen atrapados en una dualidad que proyecta grandeza y colecciona cadáveres.

Herman arranca en los dioses que precedieron al mítico festival de Monterrey para ilustrar la tesis que dice que el rock, desde sus inicios, estuvo motivado por la mordiente económica de algunos avispados. Como consecuencia de ello, los músicos, y no exclusivamente sus músicas, eran parte de una transacción económica y víctimas de un entramado que funcionaba para que el dinero fluyese de manos de unos a manos de otros. Y es que Monterrey fue una tapadera en plena era del sueño hippy, porque aquellos días se firmaron contratos televisivos, discográficos y personales. Se acordaron financiaciones para sindicatos de músicos y muy pocos de aquellos jóvenes soñadores se negaron a pasar por el aro.

Herman escupe al viento y el viento no le devuelve la saliva. Incluso en un hipotético decorado como el de los dorados sesenta, el capital era la chispa que hacía que el fuego del rock se avivase. De hecho, el apartado trágico al que hace alusión el título de la obra de Herman no únicamente se reduce a la muerte, sino a todos y cada uno de los aspectos sórdidos, estúpidos y descompensados que han rodeado a las estrellas de rock.

El periodista inglés deja el recodo hippy para, esta vez sí, empezar por el principio: por el rock n' roll de los años 50. La era en la que empezó todo, con pioneros y cierta candidez en cada movimiento. Las primeras estrellas surgieron de la nada. Con talento o no, en ocasiones no era necesario tenerlo, empresarios surgidos de diferentes campos invertían dinerales en crear un icono capaz de generar jugosos ingresos. En la mayoría de las ocasiones, y más en los primeros pasos del rock, los jóvenes que se dejaban hacer no eran más que gente de a pie, corriente como el agua del grifo. De la noche a la mañana, esos individuos se convertían en reyes del entretenimiento con miles de fans siguiendo sus pasos y con los medios de comunicación y todo el politiqueo atentos a sus deslices.

El hombre de negocios buscaba un diamante en bruto, lo adquiría, proyectaba una imagen atractiva con la música como coartada y si el público entraba en el juego, el objetivo estaba cumplido. Ese es el esquema básico de los hechos. Y los resultados difícilmente podían ser más disparatados.

Sexo, broncas y Rock`roll

Sirva como ejemplo Elvis Presley. El «Rey del Rock» era una persona de lo más normal que fue minando su personalidad hasta convertirse en un disparate y una mera caricatura de lo que un día fue. En los primeros días de su particular declive, el sexo parecía ser el primer campo afectado: «En los comienzos de su carrera, sus relaciones sexuales más satisfactorias las tuvo con tres jovencitas que, con cierta frecuencia y siempre en grupo, lo ayudaron a recrear jugueteos adolescentes en la intimidad de su habitación. Durante los años 60 le gustaba organizar orgías que terminaban con un Elvis excitadísimo que se solazaba viendo a dos o tres chicas luchando y cuya única ropa eran una exiguas y muy ceñidas braguitas blanca», explica Herman. Presley acabó sus días reviviendo las mismas escenas protagonizadas por jovencitas de carne y hueso. Rara vez participaba y rara vez había hombres.

El listado de personas normales convertidas a estrellas por el olfato de un empresario en la década de los 50 es inabarcable. Pero también es cierto que, en el caso de músicos como Jerry Lee Lewis o Gene Vincent, parecían nacidos para encarnar el papel de forajidos de leyenda que se les otorgaba a los dioses del rock. Pendencieros y con habilidad para meterse en problemas, Lewis fue suavizando su postura apoyándose en la religión, mientras que Vincent, el rockero del cuero negro, acabó sus días actuando en fiestas de pueblos en el Estado francés. Vincent regresó a la casa donde nació para vivir sus últimos días. Herman afirma que «sólo valía para dos cosas, cantar y morir. Cuando le fue imposible cumplir la primera, se volcó por completo en la segunda».

Las drogas estuvieron ahí desde el principio. Los músicos eran como fontaneros itinerantes que viajaban de un lado a otro sin descansar demasiado para someterse a duras sesiones de grabación o a todo tipo de conciertos. No era lo mismo un músico de primera división que uno que arrancaba su andadura. Era común que los grupos que empezaban tuviesen que tocar toda la noche en diferentes clubs para intentar salir adelante. Sin anfetaminas y sustancias similares, la misión hubiese sido imposible. Herman hace hincapié en la aparición del LSD en la costa oeste estadounidense y su fugaz propagación por EEUU e Inglaterra. Su influencia en la música de grupos como Grateful Dead, Jeffersons Airplane o Quicksilver Messenger Service en el San Francisco hippy o en Beatles y Rolling Stones en Londres. El LSD era comprendido como un elemento que invitaba a la revolución, a ver las cosas desde diferentes puntos de vista. El rock, el mundo del rock, lo abrazó con fuerza.

Pero pronto los medios de comunicación y la Policía como herramienta del orden establecido, declararon la guerra a las drogas y a las estrellas del rock que se revolcaban en ellas. Redadas, cárcel, juicios y muertes. Como la de Brian Jones, miembro de los Rolling Stones que dejó la banda deprimido por la persecución que estaba recibiendo. Buscó cobijo en las drogas y el alcohol y sus días acabaron ahogados en una piscina. Herman cita la autopsia que se le realizó a Jones: «La mayor parte de sus órganos se hallaban en un avanzado estado degenerativo».

También analiza los viajes al infierno de iconos de la vertiente trágica del rock como Janis Joplin, Jimi Hendrix y Jim Morrison. Destaca Joplin, por ser posiblemente la primera mujer en irrumpir en un mundo de hombres con papel protagonista. Siempre empeñada en buscar la liberación, era un ente de dos caras, fuerte de cara al público, pero frágil en su interior. El alcohol y las anfetaminas fueron su perdición y, justo cuando parecía haberlas abandonado, la heroína se la llevó para siempre. No fue la única. Muchos cayeron por el camino.

Herman sigue su viaje picando de aquí y allí, centrándose en los grandes temas del universo rock: drogas, sexo, peligro y muerte. Casi todos los excesos, las anécdotas sórdidas y acontecimientos pintorescos encuentran hueco en su obra. Aunque es cierto que el autor se encuentra mucho más cómodo en las décadas de los 60 y 70, también se adentra en los 80 y 90, pero en estos casos, se queda en la superficie. Los amplios conocimientos que demuestra de los primeros treinta años de rock se disipan un tanto posteriormente. Pese a lo disperso y al ir y venir cronológico, Gary Herman realiza un estimable viaje por la cara a y la cara B del vinilo rockero. Presenta las presuntas excentricidades y destapa las posibles consecuencias, sin contar nada nuevo pero emitiendo las pistas suficientes para que el rockero medio sea capaz de refrescar la memoria. También arroja la luz suficiente para que los nuevos y los curiosos encuentren el material suficiente para convertirse en entendidos del lado oscuro del rock n' roll.

La extraña tragedia de los Buckley
Jeff Buckley sacudió el mundo del rock durante la pasada década. Primero con el lanzamiento de “Grace”, uno de los discos más bellos compuestos jamás, en el que el hijo del cantautor folk Tim Buckley daba rienda suelta a sus sentimientos. Jeff, facturó una obra colosal y atemporal que pronto fue acogida por casi todo el público especializado. Pero tres años después de su lanzamiento, Jeff Buckley dijo adiós. «El 29 de mayo de 1997, el cantante de folk-rock Jeff Buckley se encaminó a una muerte segura en el delta del río Mississippi, en Memphis; estaba sentado en el muelle junto con un amigo tocando algunas canciones con guitarra acústica y escuchando una muy buena canción. Debido a su temperamento impulsivo decidió meterse al río con toda la ropa puesta; cuando una lancha pasó cerca de él, provocando una gran ola, Buckley desapareció en un parpadeo», narra Gary Herman. Su amigo comentó que Jeff Buckley desapareció mientras nadaba de espaldas y silvaba “Starway to Heaven”, de Led Zeppelin. El 4 de junio de 1997, apenas una semana más tarde de su desaparición, su cadáver fue encontrado al final de la calle Beale, en Memphis, a la edad de 30 años. Lo reconocieron porque llevaba un pendiente en el ombligo y una camiseta que ponía Altamont. Su segundo disco, que había sido retrasado en diversas ocasiones, vio la luz tras su muerte, sirviendo de testamento inconcluso. Sus fans se habían quedado huérfanos, al igual que los de su padre tres décadas atrás, cuando decidió quitarse la vida a los 28 años.
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